Reflexiones en torno a “No despertéis a los muertos” de Johann Ludwig Tieck.
Durante años miré con recelo la literatura fantástica. Creía que la verdad estaba en las grandes novelas del siglo XIX, por alguna extraña razón quedé encerrado en el círculo que me tendía Dostoyevsky, Turgueniev, Hugo, los grandes novelistas de ese siglo. Durante años me hablaron de “El diablo enamorado” de Cazotte. Con la arrogancia de los ignorantes miraba por debajo del hombro a la persona que me recomendaba afanosamente la lectura de ese libro “¿Pero quién es Cazotte? Si no lo conozco yo no existe”. Y cuál sería la sorpresa que a finales del 2008 llegó a mí la hermosa edición de Siruela. En una sola sentada quedé prendado del maravilloso y terrorífico mundo que atisbé. Los puentes tendieron hacia mí y yo caminé por él.
Pronto me interné en el mundo de Hoffman con la edición de Alba de Nocturnos libro ideal para cerrar un día. Entonces dejé de ser el burgués, que se sentaba al lado del perro a leer novelas de Stendhal en las ediciones usadas de Bruguera, para leer la Antología que editó el conde de Siruela de los mejores relatos de Vampiros de todos los tiempos. Anoche justamente releí “No despertéis a los muertos”, de Johann Ludwig Tieck.
Tieck fue contemporáneo de Hoffman. Los dos se sentaban a hablar de el reino de la oscuridad en la misma taberna, allí los acompañaba Von Harmin en sus correrías nocturnas. En ese lugar se conformó a Peter Schmidt y al hombre que había regalado por al diablo transmutado en mujer su reflejo. Después de una de esas borracheras Tieck pudo concebir los rasgos magníficos de Brunhilda. Su disipada vida se vio bruscamente interrumpida por culpa de una enfermedad crónica (¿fotofobia?) que lo obligó a recluirse en su imponente castillo. Alejado de sus amigos su único consuelo lo encontró en una desaforada lectura. La biblioteca de Tieck es considerada la biblioteca privada más grande de Europa. Sus concienzudos estudios de teología, literarios, históricos y lingüísticos le darían a su obra una profundidad abrumadora, situando la situación de sus cuentos en una atmósfera de cuentos de hadas con una particularidad encontrada por el Conde de Siruela “Combinó intencionadamente el mundo maravilloso y simbólico de la infancia con el lado oscuro y nocturno del universo”. Es por eso que casi todos sus cuentos expresan mediante esa mezcla una intuición trágica sobre su vida humana.
Es tan fuerte esta impronta que uno siente todo el peso del dolor que tiene que sobrellevar Walter, por el hecho de que todos somos Walter. ¿Quién no se dejaría tentar por resucitar al ser amado así se conviva con otra persona? No importa que el brujo que obtiene el poder del demonio le advierta lo imprudente que es despertar a los muertos, pobre ser de barro, no puede resistirse a ninguna tentación. Brunhilda vuelve a la vida, vomitada por su propia tumba. De lo único que se puede alimentar es de la hiel que escupe la luna llena y de la sangre de los vivos. Walter lo pierde todo por su concuspicencia. Al final, cuando Brunhilda se haya comido hasta sus hijos, cuando ya empiece a alimentarse de él mismo le pedirá ayuda al brujo y el mismo deberá apuñalar el corazón de su amada, ella abre los ojos y le dice que él también entrará a quemarse con ella en las fauces del infierno.
Después vendrá el terror, el pánico, si quiere que Brunhilda no vuelva a la vida tendrá que dejar de pensar en ella, “¡Cuando pienses en ella grítale ‘Maldita seas’!” sobra decir que Walter, abandonado por todos sus conocidos por haber convivido con un ser de las tinieblas, no hacía otra cosa que pensar en ella.
Es realmente notable que un cuento escrito hace 210 años nos siga no sólo dando pavor sino que Tieck logra hacernos identificar con el protagonista. Por eso es que No despertéis a los muertos es una experiencia tan espeluznante porque no lo sientes como un relato sino como un maldito deja vú.
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