23 de febrero de 2010

JUANA Y LOS VIERNES


En un principio mi socio y yo habíamos planteado la posibilidad de que los viernes de invierno cerráramos la librería después de las cuatro de la tarde, ya que por culpa del viento helado que baja de las montañas que surcan la ciudad y de la gélida lluvia que cae del cielo, por la calle no se deja ver un alma. Esta resolución sin duda se hubiese tomado sino fuera porque después de las cuatro de la tarde en cada viernes de invierno aparece Juana a llevarse un libro sobre la muerte. Juana debe tener setenta años y se ve que el peso de los años le ha aplastado la cabeza sacándole de la espalda una joroba. No tiene que decirme nada, se saca el velo negro lo deja en el suelo y con las dos manos se va secando los pocos pelos que aún se le aferran al cráneo. Como me da asco ver ese procedimiento yo le voy apilando los últimos libros sobre la muerte que me han venido llegando. Ella pone sus manos de uñas afiladas como garras de águila en el lomo del libro lo mira con su único ojo y después me pregunta el precio. Cada vez que se lo digo sacude la cabeza y masticando entre dientes  terribles maldiciones. Después bota unas monedas y se va llevando los libros sin esperar que yo le ponga una bolsa y sin importarle lo que puedan pesar. En el rellano de la puerta se voltea y me mira con odio, con todo el odio que puede irradiar su único ojo.
Es horrible que venga pero ¿qué podemos hacer? Ya nadie compra libros. Después de que se va tenemos que limpiar el piso ya que lo deja cubierto de fango y mierda, además tenemos que poner aromatizantes porque en las paredes queda adherida una viscosidad repugnante y maloliente. Mi socio me dice que lo tenemos que hacer porque es peor volver a la ciudad de los árboles: “Allá todavía nos están esperando para ajustar cuentas”, me dice casi que con júbilo.

Todos los viernes antes de las cuatro el cielo se pone oscuro hasta el punto de que los faroles de la calle se encienden y algunos grillos despistados comienzan a tocar su lamento. Comienzan a caer unas cuantas gotas y en el cielo las nubes comienzan a arremolinarse y detrás de ellas se dejan ver brillos fulgurantes como si dos monstruos gigantes se trenzaran en una feroz lucha, y todos los habitantes de este pueblo se encierran con candado del miedo que les da. Casi siempre, en ese punto del día es cuando veo a Juana bajarse del carruaje, siempre con el velo negro empapado y con esos suecos enormes y sucios  que hacen retumbar la madera del piso.
-¿Hay algo nuevo para mi?- Me dice como si me estuviera retando, y yo dando dos pasos para atrás y mirándome las uñas le digo que no con la cabeza. Ella entonces saca un libro de su bolsa cochambrosa y del libro extrae una hoja arrugada y amarillenta cubierta de unos arcanos ilegibles.
-¿Tiene “Técnicas para embalsamar a los muertos en profundo estado de hediondez” de Arturo Boecio?- y yo seguía retrocediendo intimidado por el brillo que expedía su único ojo, como si este dejara entrever un mundo espantoso, abominable que sin embargo me atraía.
-No Juana, no lo tengo.
Y ella entonces volvía a soltar su sarta de maldiciones y yo me quedaba en el rincón, sin fuerzas y con un terrible dolor de cabeza.

El último viernes antes de los carnavales la lluvia caía con particular violencia. Las calles anegadas se inundaban hasta el punto de que muchas casas del pueblo quedaron destruidas. Desconsolado porque el mal tiempo se había llevado a los pocos clientes que podía tener a esa hora de la mañana vi llegar a Juana. No vi el carruaje por ninguna parte, la anciana había desafiado el fango y el agua y había llegado a pie. Desde la entrada me di cuenta que estaba borracha ya que la librería quedó impregnada de un vaho de vino barato y tabaco. Entró dando saltitos y destilando agua por todos lados.
-El vino me renueva- decía la tuerta mientras chasqueaba los labios.

Me preguntó por el libro “Sobre mi cuerpo cayeron kilos de tierra” de Alejandrino Genes, tenía la ilusión ilustrada, haciendo un esfuerzo lo dejé en la mesa sin poder evitar que el libro estallara contra ella de lo grande y gordo que era. Con su uña negra y afilada la vieja iba repasando el índice, mientras lo hacía iba cantando una canción de cuna en una lengua que no podía entender. Aprovechando su estado disipado le pregunté qué interés tenía ella en los muertos. La vieja se llevó un dedo a la boca pidiéndome silencio, su ojo se puso húmedo y amarillento, vi cómo le crujían los pocos dientes que tenía.

-¡No son para mi mocoso impertinente! Son para mi ama- Cuando pronunció esas palabras vi que en la cara se le cruzaba una mueca de sumo respeto y amor y se quedó mirando a las escarpadas montañas que surcan la ciudad. Con inusitada agilidad salió del local con el libro dejándome en la mesa sin que yo notara de dónde habían salido tres relucientes billetes. Rápidamente los guardé en la caja y salí corriendo a ver qué camino agarraba la vieja. La lluvia arremetía y no veía ni siquiera las casas de mis vecinos. Como una mancha pude ver el rápido caminar de Juana por el lodo. La seguí.

Como si fuera sangre, el agua se me empezaba a meter entre las botas agujereadas. A medida que corría veía que me acercaba a la vieja pero cuando estaba a punto de agarrarla la volvía a ver muy lejos. No me importó que ella supiera que yo la estaba siguiendo. Sin darme cuenta estaba en la cima de la montaña mas escarpada. Las manos se me habían convertido en unos hilachos informes de carne y sangre. En la reducida planicie que estaba en la cima, sobre un montón de rocas, estaba edificada una extraña y lujosa mansión. Iba a tocar la puerta cuando ésta se abrió ante mi. Me adentré en el oscuro pasadizo principal y noté que en lugar de mármol el suelo estaba cubierto de fango. Adentro la lluvia seguía mojándome, la luz mortencina de la luna iluminaba miserablemente ese lugar. Al fondo del interminable pasadizo había una puerta entre abierta, adentro notaba que alguien, una mujer, se reía con holgura. Muchas manos aplaudían. Cualquiera en mi lugar hubiera salido disparado de allí pero quería saber qué misterio ocultaban Juana y su ama, Empujé la puerta y entonces vi a una mujer muy joven y hermosa abriendo la barriga de un cadáver, Juana tenía en sus manos las tripas y vísceras del hombre. Por cómo me miraron puedo jurar que los tres me estaban esperando.

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