Burroughs y Beckett se encuentran cualquier tarde de agosto en uno de los cafecitos que bordean el Sena. Piden una copa de ajenjo y miran el río. William lo mira de reojo, no ha querido ser nadie mas que ese irlandés con cara de aguila, por el se puso escribir aunque lo niegue es su maestro. Bill sabe mucho de actuación, esa cara pétrea se la ha robado a Buster Keaton pero cuando quiere también puede ser Karloff. Le pesaba que vinieran todos esos drogatas como Lou Reed o Bill Wyman a rendirse a sus pies. No, el estaba para el olimpo de la literatura y ese hombre que a lentos sorbos se tragaba la absenta era como una ruina de una época que se había extinguido. Beckett poseía la aristocracia de un personaje de Milton de alguien que solo encerrandose en si mismo podría lidiar con la pena de haber sido expulsado del paraíso. Malditos años setenta. Todos esos divos del rock creyendose que son eternos. Cualquiera puede hacer música pero ese hombre que ahora se cansa de estar al sol y pide a la cuenta a un mesero tuvo de maestro a Joyce y tuvo la valentía de meterle un cuchillo por la espalda, de traicionarlo y ser mas grande que él.
Como dos refinadas viudas pasean aprovechando que el calor ha bajado la intesidad y desde alguna parte sale una brisa que influye energía y porque no hasta esperanza. Hay algo que le preocupa a Beckett de la conversación que acabaron de tener en su departamento. No existe alguien tan frío como para perpetrar un crimen al azar. "No valdría la pena en un mundo donde la vida no tendría ningún valor, si bien los nazis mataron a millones de personas tenían un método, un hombre no puede contar hasta cinco y esoger quien puede seguir y quien no".
En esa época vivían debajo de los puentes cientos de indigentes. Muchos poetas y pintores se soslayaban contemplando al hermoso clochard desperezandose al mediodía, anarquico y libre como un poema. Desde el Gervasillo de Victor Hugo hasta el Boudu salvado de las aguas de Renoir, todos amados, adorados, fueron hippies cien años antes.
Borroughs se detiene ante uno de ellos, sonríe. El clochard abre la mano y la extiende hacia el. " El señor parece distinguido- le dice el indigente mientras se restriega sus lagañas- seguro le sobrarán una cuantas monedas para que este organillero caído en desgracia pueda comer algo". William busca entre su saco y de allí saca una Magnun 44 plateada y limpia, Pocas horas antes de su muerte Beckett recordaría que el brillo que destilaba el arma lo había aturdido de tal forma que no recuerda haber escuchado el disparo. El resto de indigentes tratan de incorporarse, uno se pone a su lado y se ofrece a botar el cuerpo al rio. Burroughs le da doscientos francos y una palmadita en el rostro.
Los dos escritores siguen caminando hasta que Beckett subitamente se pone pálido y despues de la segunda horcajada vomita profusamente. William sonríe y enciende el decimo cigarrillo del día.
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