Abrazado por la fiebre el conde se despertó. Oprimió una y otra vez el timbre dentro de su ataúd pero Bebasio no aparecía. El aire escaseaba en verano y desde que se había dedicado a beberse el jugo de la noche sus facultades vampíricas venían en franco declive, así que se ahogaba y si no fuera porque en esos brazos engarrotados de frío no quedara un resto de fuerza centenaria, la fuerza de su linaje allí hubiese quedado ahogado como un vulgar muricielaguito atrapado en la caja de un niño travieso. Salió arrastrándose como una lombriz, botando una babaza blanca por la boca. Llegó al baúl donde guardaba lo mas indispensable, estaba abierto, metió la mano y empezó a palpar lo que había adentro, tela, pedazos de conchas de mandarina, una bolsa, la sacó, adentro quedaban unas pequeñas partículas las esparció por el piso, no tenía tiempo para cocinar nada, hizo una línea y se la metió por la naríz, el sabor amargo le llegó hasta la faringe y entonces sintió que la fiebre bajaba, que volvía a ser el infalible Conde de Strauffenberg. Tenía el tiempo justo para recibir su dosis se incorporó iba a abrir la puerta pero constató que el sol estallaba con furia sobre las antiguas baldosas.
-Bebasio!- gritó con desesperación- Bebasio!- lo único que encontraba como respuesta era el eco de su propia voz. Se dejó caer sobre el piso y recordó con rabia el día que cayó en la tentación de dejar entrar a su castillo a aquella banda de jazz.
Sin saber que hacer con su tiempo eterno, sumergido en un aburrimiento de siglos el conde decidió abrirle las puertas de su castillo a una banda de jazz. En la fría en inmensa terraza construyó una tarima y abajo puso una mesa provista de tinajas llenas de sangría y escuchaba inmerso en el sopor de la hemoglobina toda esa mierda de Glenn Miller. A la tercera noche el conde sintió que le pesaban los ojos y que al fin y al cabo una big bang era un anacronismo hasta en esa oscura región de Rumania. Con un gesto de su mano pálida y de uñas largas les ordenó parar de tocar en seco. Les dijo que se bajaran de la tarima y que vinieran hasta la mesa. Cada uno de los integrantes fue obligado a vaciar sobre la fría caoba el contenido de sus bolsillos. Drogas multicolores le dieron algo de vida a la lánguida mesa. Preguntó para que servía cada una de esas pastillas y los músicos fueron explicándole con infinita paciencia cada uno de los efectos. El conde preguntó a secas cual de esas drogas podía sacarlo de ese aburrimiento en el que estaba sumergido desde hacía tanto tiempo. Los negros no dudaron un segundo, no existía nada como el placer que ofrecía la aguja hipodérmica.
Las nubes bajaban hasta las torres del castillo. Todo era oscuro como si el cielo fuera la garganta de un monstruo descomunal que se hubiera comido el mundo. Desde abajo ascendían la inclaudicable súplica de los lobos. El líder de la banda, el gran contrabajista Onix, improvisó una cocina en una cuchara, desocupó el contenido de una bolsa sobre ella y con un fosforo incendió la parte de abajo y no la retiró hasta que el polvo comenzó a arder. Depositó la heroína en una inyección y luego se la aplicó a la única vena insepulta que tenía el Conde. Después de muchos siglos Von Strauffenberg volvió a sentir como la sangre circulaba por su cuerpo. Tambaleó un poco y dominado por un dulce mareo se tendió en las frías baldosas de la terraza. Pudo ver con detenimiento como el monstruo que se había comido el mundo palpitaba su traquea, imaginó como se podía ver desde afuera y que clase de fauces podía tener una criatura tan demoniaca y grande. Bebasio, impaciente y hambriento le preguntó si podía quedarse con los negros. Desde la ensoñación el conde asintió y le encomendó la misión de quedarse con todo el polvo mágico que los negros pudieran tener “Con ese polvo se acabó esa horrible misión que yo te encomendaba, la de asesinar a gente inocente para traer hasta mi su sangre. Igual guarda en una bolsita la sangre que no te vayas a tomar no vaya a ser que en una noche cualquiera vaya sentir la necesidad de beber un poco” Diciendo esto cerró los ojos y se dejo envolver en una oscura niebla que lo transportó a la Transilvania de su juventud, los campos sembrados de hombres clavados con estacas por la fuerza implacable de su muñeca, la iglesia sometida a sus caprichos y volvió a ver a los ojos al poderoso brujo que lo convirtió en un cadáver vivo, en el monstruo eterno que vagaba sin rumbo por la inconmensurable llanura de los siglos.
Antes de someterlos al poder de su cuchillo, Bebasio le preguntó a los negros de que forma se podía cocinar la pócima mágica, Onix le enseñó suplicándole que le perdonara la vida, Bebasio aceptó la propuesta pero una vez entendió el secreto no dudó un instante en degollar al contrabajista así como a sus otros siete acompañantes. Los bajó a la cámara fría donde podían estar frescos una buena temporada, les quitó sus cabezas y con una ganzúa los colgó del pecho como si fueran pedazos de carnero.
El conde buscaba quitarse la dependencia de la sangre y lo consiguió. La pócima lo sumergió en el misterio de los siglos pasados y ya dejó de sentir el sopor de la vida eterna. Quería vivir siempre para poder soñar, para poder verla de nueva. Elisa, la mujer de los ojos negros, la que en una noche de celos atravesó con su espada para después comprobar que ella no le había sido infiel, que hubiera hecho cualquier cosa por su amado conde. En el sueño volvía a rescatarla de la vida, los dos morían de viejos y se iban a descansar a una meseta fértil, surcada de ríos de agua cristalina donde eran felices por siempre. Lamentablemente para Von Strauffenberg cada vez requería mayores dosis para volver a tener ese tipo de visiones y la heroína no crecía en los asperos peñascos de la Transilvania de principios del siglo XX. De rodillas le suplicaba a su fiel Bebasio que lo abasteciera de las dosis requeridas y el mayordomo tuvo una idea para suplir la adicción de su amo.
Con la sangre de los negros estableció un comercio con los otros condes de la zona. Para ellos era más fácil bajar hasta Bucarest y comprar la heroína requerida a cambio del preciado alimento. Se estaban cansando del repudio que sentían los habitantes de Transilvania antes sus centenarias y demoniacas prácticas, los tiempos cambiaban y el horror ya no servía para someterlos, era mejor tenerlos contentos, convertirse en grandes líderes sindicales, presidir porque no el consejo comunal local y dictaminar por las buenas las leyes que les viniera en gana. Durante dos años los condes dejaron de asesinar para poder vivir, además los condes prodigaron fiestas donde abundaba el hidromiel y el lechón asado y en ese periodo supieron ganarse la confianza de los campesinos hasta el punto de que en las elecciones, las primeras tres curules, las mas importantes fueron ganadas por los tres vampiros mas poderosos. En esos dos años Bebasio pudo abastecer las necesidades del conde pero a pesar de todos sus esfuerzos la sangre de los negros se agotó.
Preocupado al ver como mermaba el preciado líquido convocó a Bandas de Jazz que fueran a la capital para que pasaran por el castillo pero ninguna mordió el anzuelo así que el conde acostumbrado a sus cinco dosis diarias comenzó a languidecer.
Así que ahí estaba el Conde acostado en su cripta familiar en pleno día, llamando desesperado a su Bebasio que a esa hora se presentaba al Consejo Comunal y de rodillas le pedía a los Condes que lejos de su adicción a la sangre y sumergidos en la adicción al poder se hacían resistentes al sol. Bebasio les suplicaba sino una dosis al menos un dato para el poder comprar la heroína pero los condes lo rechazaron tajantemente e incluso le dieron una advertencia
- Dile a tu amo que mientras nosotros presidamos el Consejo Comunal libraremos una batalla a brazo partido contra el temible flagelo de la droga.
Desconsolado el pobre Bebasio subió la escarpada montaña donde yacía el castillo y al entrar en la cripta escuchó una voz débil que lo llamaba, bajó y encontró sobre la loza a su amo, pálido y con el rostro hinchado, llorando sostuvo con su rodilla la cabeza del conde y acariciándole el pelo le decía que en el pueblo no quedaba una sola partícula de ese polvo que debía pensar en volver a tomar sangre “Es más fácil asesinar a vírgenes que tratar de conseguir el polvo, deme una orden Conde, deme una orden y en botellas le traigo esa sangre” Pero el conde no quería oír hablar de eso y apretando la mano de su fiel lacayo le pidió que lo sacara al patio y que lo dejara consumir por la furia del sol, el sirviente, incapaz de no obedecer una orden de su amo, arrastró el cuerpo hasta el patio y allí, arrasado en lágrimas vio como el sol abría el cuerpo del conde y entre terribles aullidos se fue convirtiendo en cenizas.
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