Las altas edificaciones se alzaban insultantes ante los ojos de los recién llegados. No habían pirámides ni caía la lluvia acida sobre la ciudad. Si, era un paisaje post-apocalíptico, donde el fraude, la falsa sofisticación, la descarada aculturación del ser japonés encontraban su nicho.
En Tokio la gente no suele enamorarse, pasear es incomodo, y ningún verdor renace, en Tokio los verdores mueren. Ellos han llegado sin ponerse cita. Ella no tiene veinte años y está casada con un fotógrafo de revistas frívolas y está allí para realizar su trabajo. Ella solo lo acompaña, pero hay algo en su rostro, una especie de rictus, de gesto mal hilvanado que le hace parecer incomoda, asfixiada, con el ahogo en que mueren los que viven vidas prestadas. No puede dormir, su único consuelo es una ventana del hotel, una dudosa panorámica de la ciudad donde todos son pequeñas piezas de un sofisticado aparato.
A él lo han traído desde los Estados Unidos para promocionar una marca de whisky. Su carrera ya vislumbraba los primeros síntomas de decadencia. El precio por decir un par de frases era realmente alto, pero había que afrontarlo: se sentiría mas cómodo en una película. Entre los japoneses se distingue porque es el mas alto, además su rostro compungido demuestra un profundo desconsuelo. Tokio no es tanto el problema, su vida talvez lo sea.
Dos almas solas se encuentran en Tokio, no pueden estar juntos, es difícil imaginar una pareja que tenga tantas pocas cosas en común, ella no tiene veinte años, el es un veterano de cincuenta años. Tal vez el mayor entre todos los aciertos que ha tenido Sofia Copolla en este su segundo largometraje, sea el de que nos haya hecho creíbles a esta pareja tan dispareja. Bill Murria, un hombre subvalorado por ser un comediante, ha tenido en Lost in traslation el mejor papel masculino que se haya podido ver en tanto tiempo. Su tranquilidad, su contención, su incesante desasosiego llega a calar de frente en el espectador. Murria tiene un control absoluto sobre su personaje, no concediéndole ni una mueca, ni una pequeña caricaturarización. Sofia Copolla declaró en mas de una ocasión que ella no podría hacer la película sin contar en el elenco con Bill. Para acompañarlo ha escogido en un cuidadoso casting a la debutante Scarlett Johansonn una jovencita de apenas diesciete años que revela en este, su primer papel protagónico una madurez y una belleza inusitada. La Copolla demostró que es ante todo, una genial directora de actores.
Sentimos tensión por el destino de estas dos personas en esa ilusión óptica que es Tokio. El único consuelo que tienen es que están los dos sufriendo por aparte esa torutura que son las noches en vela. En el televisor no hay nada bueno, ni siquiera se puede entender lo que dicen. Todo es como un molde, como una copia desfigurada de lo que puede ser una capital ultra moderna en occidente. A imágenes que inevitablemente lo llevan a uno a recordar Tokio ga ese penetrante documental de Win Wenders donde demostraba, a partir de las películas que filmara Ozu en la primera mitad del siglo XX, como la cuktura japonesa estaba peligrosamente abocada a la destrucción. Jovencitos imitando a John Travolta, con el pelo lleno de gel y frases en inglés. Concentrados únicamente en la lobotización que pueden general las máquinas de video. El Tokio de Ozu había desaparecido. Ahora no quedan ni las ruinas que Wenders filmó veinte años atrás.
Pero esta no es una película sobre Tokio. La ciudad apenas aparece como un contexto y si se escogió esta locación fue por la misma razón que Orson Welles eligió a Belgrado en vez de Praga para hacer el proceso; hay que ahogar al espectador, atiborrarlo de elementos. Lo que importa es la situación de los dos protagonistas. Desde el principio sabemos que no pueden estar juntos, son muchas las cosas que los separaban. Entre los dos se abrían cine mil abismos y mares, era un camino realmente complicado el que tenían entre las dos orillas. Con una sutileza impresionante, Sofia Copolla se resiste a explotar esa tensión que hay entre los dos. Un toque sutil de las manos, una mirada un poco disfrazada, una epera ansiosa de que sea otro día para volverse a ver. No existe mejor estado en el amor que el de la incertidumbre; las cartas están sobre la mesa pero nadie se atreve a abrirlas. Ellos está perdidos en la traducción, no entienden nada, en el karaoke de pronto, pueden dedicarse una canción, mirarse mas intensamente.
En la Tokio mecanizada de principios de siglo, dos personas descubren que se aman. Lo único que comparten son las noches en blanco, la nausea que se les atraviesa en la garganta. El último día ha llegado, el toma un taxi y empieza a ver como la ciudad se va escapando en la ventana. Están sobre una calle estrecha donde los hombres se golpean en los hombros para caminar. Entre todas las cabezas sobresale la de ella. Le pide al taxista que se detenga un momento. A apretujones va hasta ella, nadie corre en Tokio, eso sería como romper el orden establecido. La detiene y ella se voltea y en sus ojos todo el amor represado en estos días y él le dice algo al oído y nosotros no alcanzamos a escuchar nada, debe ser una promesa, una palabra de espera, o tan solo las gracias, el placer de extrañar, de anhelar la gloria en un segundo. Se abrazan y el la besa y se va. En el aeropuerto un avión lo espera, ella debe esperar un días más pero ya no está desesperada, el rostro de él también ha cambiado, está mas relajado, mas tranquilo, se ha desahogado. Tokio sigue escapando en la ventana del taxi, Bryan Eno canta y el ojo de Sofía sigue mirando a los relojes electrónicos, los edificios llenso de luces como inmensos árboles de navidad, las autopistas espaciosas y atestados de autos. Empieza a caer la noche sobre Tokio. La cámara se centra en el recorrido de el auto y después se va oscureciendo como si por ella se le entrara la noche, como un párpado que se cierra
22 de noviembre de 2010
8 de noviembre de 2010
PEQUEÑA HISTORIA DE UN CICLOPE QUE SOLO QUERIA ESCRIBIR EN PROSA
Érase una vez un hombre, que a diferencia de todos los hombres, nació siendo ojo. En Aragón todavía se olía a pólvora y ajenjo como rezago de lo que había sido el siglo XIX, cuando el cíclope dio sus primeros pasos. La gente se acostumbró poco a poco a su presencia. A los ocho años sus padres lo mandaron al colegio de los jesuitas en Zaragoza, donde permaneció hasta concluir el bachillerato. Allí el ojo conoció al monstruo de la iglesia por dentro y lo aprendió a odiar, lo cual se supo después, cuando el ojo, ya grande, contó al mundo todo lo que veía.
En 1916 se fue a Madrid y en la casa de estudiantes vivió sus mejores años junto a Dalí, García Lorca y Rafael Alberti. Bajo el influjo de las greguerías de Ramón Gonzáles de la Serna, el gran ojo respiró por su membrana y soñó por primera vez. Quería ser un gran novelista. Entonces empezó sin temor a afilar su pluma, pero la piedra era más fuerte que la hoja, y ésta se rompió. Resignado, veía como Dalí se obsesionaba por la pintura y García Lorca por las vergas y la poesía, “no tengo ningún paraguas” pensó; entonces aprovechando su corpulencia se dedicó al boxeo, donde era, franca y afortunadamente, malo.
Creyendo no servir para nada se fue a París en 1923, y como quien busca una excusa para no bostezar, se inscribe en la academia de cine fundada por Jean Epstein, de quien terminó convirtiéndose en asistente. Paris, como Venecia, tiene ese perfume que solo la mierda de gato puede dar. Allí, como dijo Cortazar, todos son hermosos y sucios en iguales proporciones; el gran ojo no era hermoso y tampoco sucio, sólo era un ojo queriendo encontrar un cuerpo.
Trabajar con Epstein le hizo conocer un mundo que hasta el momento él había desdeñado, el cine. Allí descubrió que este también era un medio para dar rienda suelta a sus obsesiones. De un momento para otro, la hoja se hizo más fuerte que la piedra y descubrió que su puñal no tenía forma de pluma sino más bien de cámara.
A los veintiocho años entra al movimiento surrealista liderado por André Bretón. Allí se reencuentra con Dalí. Con él realizaría lo que años después sería conocido como la primera de las películas surrealistas de la historia, El perro andaluz (1929). El guión, hecho entre el de Higueras y el de Aragón, era un concentrado de sus sugestiones oníricas. No tiene una coherencia narrativa y muchos formaron un escándalo al ver las claras alusiones sexuales que presentaba la película. Una escena quedaría para el recuerdo y es la de “la pupila viciosa de nube” como después el gran ojo la bautizaría. Como en un poema, describe en la pantalla cómo una nube corta la luna como si fuera una pupila, mientras abajo, el mismo gran ojo le corta de un solo tajo la retina a una chica que, impávida, veía sentada como se moría una noche con luna llena. Esta película le trajo la notoriedad que nunca buscó.
Con la fama a sus pies, en 1930 se arriesga a hacer otra película. Esta vez el escándalo sería mayor ya que la noche del estreno, en plena proyección, se formó una trifulca entre judíos y antisemitas. La película estuvo patrocinada por el Vizconde de Noailles, quien junto a su esposa formaron la pareja de mecenas mas importantes del siglo XX.
En Estados Unidos ya preguntaban por ese gran ojo que tanto daba de que hablar en Europa. El escándalo que tuvo la edad de oro ayudó a levantar más el ventisquero de su fama; inclusive, el escándalo siguió varios años cuando Dalí denunció que Buñuel había robado parte de su idea en esta película, cosa que se comprobó fácilmente. El gran ojo fue a ver para que lo querían en Hollywood, pero allí el ambiente era poco independiente y lleno de estrellas y suntuosos productores que pretendían ser mas importantes que los mismos directores. Cansado y desilusionado, volvió a su país a filmar el documental Hurdes, tierra sin pan. Pero la desilusión no terminaría allí. A poco de llegar aparecería como una nube negra la guerra civil española, en donde caería su entrañable amigo Federico García Lorca y donde Dalí daría un inesperado paso hacía el franquismo, cosa que terminó de desmoralizarlo y de dilatarle mucho más su eterna pupila.
Empezaría un temible y largo paréntesis en la vida del cíclope. En Nueva York encontraría paz en su exilio trabajando en la cinemateca del Museo de Arte Moderno, esperando que la nube del franquismo se disipara sobre su amada España. Las ganas de hacer cine lo atormentaban más y más, era como uno de esos gusanos que corroen la carne y no hay pinza que valga, ni ningún desinfectante para excusarlo. En Estados Unidos no podía hacer cine, y para completar su infortunio, su ex amigo Dalí ayudó para que lo expulsaran por sus antiguas filiaciones con el partido comunista. El de Higuera lo dijo públicamente y el odio del cíclope se recrudecía.
En 1947 ya se sentía como el Quijote, que todas las guerras estaban perdidas, justo antes de empezar la senectud. Su vida, que alguna vez había sido tan promisoria, se iba yendo a raudales por un sino que lo condenaba irresolutamente. Y justo cuando creyó quedar mudo, aparecieron Los olvidados.
La trama de Los olvidados se parece mucho a la del neorrealismo, aunque vale decir, un neorrealismo mucho mas descarnado y pesimista. Jaibo es el jefe de una banda de niños y adolescentes callejeros en Ciudad de México. Pedro, quien sufre con una madre que lo trata mal, es testigo de cómo Jaibo mata a golpes a un supuesto espía. Jaibo obliga a Pedro a una absoluta complicidad y luego lo implica en un robo que no ha cometido. Cuando el niño busca defenderse se convierte en una nueva víctima.
Los olvidados se parece mucho más a Tierra sin pan, que a El perro andaluz y a La edad de oro (1930). Su belleza es casi insultante a los ojos de lo fuerte que puede llegar a ser la película. Nunca cae en la pornomiseria en la que cayeron los demás directores latinoamericanos a la hora de retratar los problemas sociales en los que vivimos. Esto no se ve en la película de hoy, ni el panfleto, ni las ganas de explotar la tristeza del otro. El gran ojo realiza su quinta película (antes había hecho Gran casino (1946) con Jorge Negrete y Maria Félix, un infecto bodrio del cual ni el mismo Ojo quiso acordarse; y Gran Calavera (1949)) a los cincuenta años edad en que muchos directores ya tienen una obra consolidada.
El ojo dejó de ser sólo una triste pupila para convertirse en el gran don Luis Buñuel, hombre clave en la historia de tres filmografías: la española, la francesa y la mexicana. Donde muchos terminaron, don Luis empezó; Los olvidados estalló como un trueno en el cielo de la filmografía mundial, los reconocimientos llegaron uno tras otro: mejor dirección en el festival de Cannes 1951, del jurado oficial y FIPRESCI al conjunto de su obra. Tres premios Ariel por dirección, argumento y adaptación.
Es todo el conjunto de la película lo que la hace grande. Posee una belleza áspera que raya en la grosería; uno no sabe si achacársela a las actuaciones, en especial a la de Roberto Cobo quien interpreta a Jaibo. Cobo ya mayor también será actor de Ripstein en El lugar sin límites. Y ni hablar de la fotografía de ese maestro de maestros que fue Gabriel Figueroa quien compartiría puesto con Tissé cuando Eisenstein fue a México a filmar ¡Que viva México!(1930). Figueroa es el mejor fotógrafo latinoamericano de todos los tiempos y su figura nunca se borrará como tampoco se borrará jamás la de Buñuel.
“En Los olvidados traté de denunciar la triste condición de los humildes sin embellecerla, porque odio la dulcificación del carácter de los pobres”; por eso, el que alguna vez sólo fue un cíclope, no cae en el maniqueísmo pendejo en el que cayeron (y aún caen, ¡por Dios!) muchos seudo marxistas de pacotilla, al decir que los pobres siempre son buenos y los que son perversos son los ricos.
Debido al infame control de la izquierda sobre la intelectualidad, la película fue acusada de especuladora, siendo prohibida y boicoteada por muchos intelectuales. El gran André Bazán, padre de la nueva ola francesa dijo sobre ella en su acostumbrada columna de Cahiers du Cinemá: “la grandeza de esta película se percibe inmediatamente cuando caemos en la cuenta de que no se refiere nunca a categorías sociales. Sin ningún maniqueísmo en los personajes, su culpabilidad sólo es contingente: la conjunción aleatoria de destinos que se entrecruzan como puñales. Es absurdo reprochar a Buñuel una afición perversa a la crueldad. Pero la crueldad no es de Buñuel; él se limita a revelarla al mundo. Elige lo más atroz porque el verdadero problema no es saber que existe también la felicidad, sino hasta donde puede ir la condición humana en la desdicha. Los olvidados es una película de amor que requiere amor. No hay nada más opuesto al pesimismo existencialista que la crueldad de Buñuel. Porque no elude nada, porque no concede nada, porque se atreve a mostrar la realidad con una obscenidad quirúrgica, puede encontrar al hombre en toda su grandeza y forzarnos, por una especie de dialéctica Pascaliana, al amor y a la admiración. En Los olvidados las caras más horrorosas tienen rostro humano. El sentimiento que brota de Los olvidados es el de la inmarchitable dignidad humana. Y por eso no suscita en el público una complacencia sádica o una indignación fariseica. La crueldad de Buñuel es totalmente objetiva. Es sólo lucidez y nada tiene de pesimismo”. Con eso los mamertos se callaron un poco, pero ni así pudieron comprender, aprehender, lo que Buñuel veía como un inmenso ojo como el mas bello de los cíclopes.
Innumerables películas le seguirían, todas de una belleza inigualable. Buñuel nunca se creyó un genio, ni siquiera un artista. Para él, hombre de principio de siglo, el genio todavía tenía que ver más con la ingeniería que con las artes. Por eso cuando King Vidor, Robert Mamoulain y George Cuckor se pararon en 1981 para brindar por el más grande de los directores vivos, Buñuel no entendía porque él, si él no tenía ningún merito, si él no siempre había sido Buñuel, sino un gran ojo que sólo quería escribir novelas.
En 1916 se fue a Madrid y en la casa de estudiantes vivió sus mejores años junto a Dalí, García Lorca y Rafael Alberti. Bajo el influjo de las greguerías de Ramón Gonzáles de la Serna, el gran ojo respiró por su membrana y soñó por primera vez. Quería ser un gran novelista. Entonces empezó sin temor a afilar su pluma, pero la piedra era más fuerte que la hoja, y ésta se rompió. Resignado, veía como Dalí se obsesionaba por la pintura y García Lorca por las vergas y la poesía, “no tengo ningún paraguas” pensó; entonces aprovechando su corpulencia se dedicó al boxeo, donde era, franca y afortunadamente, malo.
Creyendo no servir para nada se fue a París en 1923, y como quien busca una excusa para no bostezar, se inscribe en la academia de cine fundada por Jean Epstein, de quien terminó convirtiéndose en asistente. Paris, como Venecia, tiene ese perfume que solo la mierda de gato puede dar. Allí, como dijo Cortazar, todos son hermosos y sucios en iguales proporciones; el gran ojo no era hermoso y tampoco sucio, sólo era un ojo queriendo encontrar un cuerpo.
Trabajar con Epstein le hizo conocer un mundo que hasta el momento él había desdeñado, el cine. Allí descubrió que este también era un medio para dar rienda suelta a sus obsesiones. De un momento para otro, la hoja se hizo más fuerte que la piedra y descubrió que su puñal no tenía forma de pluma sino más bien de cámara.
A los veintiocho años entra al movimiento surrealista liderado por André Bretón. Allí se reencuentra con Dalí. Con él realizaría lo que años después sería conocido como la primera de las películas surrealistas de la historia, El perro andaluz (1929). El guión, hecho entre el de Higueras y el de Aragón, era un concentrado de sus sugestiones oníricas. No tiene una coherencia narrativa y muchos formaron un escándalo al ver las claras alusiones sexuales que presentaba la película. Una escena quedaría para el recuerdo y es la de “la pupila viciosa de nube” como después el gran ojo la bautizaría. Como en un poema, describe en la pantalla cómo una nube corta la luna como si fuera una pupila, mientras abajo, el mismo gran ojo le corta de un solo tajo la retina a una chica que, impávida, veía sentada como se moría una noche con luna llena. Esta película le trajo la notoriedad que nunca buscó.
Con la fama a sus pies, en 1930 se arriesga a hacer otra película. Esta vez el escándalo sería mayor ya que la noche del estreno, en plena proyección, se formó una trifulca entre judíos y antisemitas. La película estuvo patrocinada por el Vizconde de Noailles, quien junto a su esposa formaron la pareja de mecenas mas importantes del siglo XX.
En Estados Unidos ya preguntaban por ese gran ojo que tanto daba de que hablar en Europa. El escándalo que tuvo la edad de oro ayudó a levantar más el ventisquero de su fama; inclusive, el escándalo siguió varios años cuando Dalí denunció que Buñuel había robado parte de su idea en esta película, cosa que se comprobó fácilmente. El gran ojo fue a ver para que lo querían en Hollywood, pero allí el ambiente era poco independiente y lleno de estrellas y suntuosos productores que pretendían ser mas importantes que los mismos directores. Cansado y desilusionado, volvió a su país a filmar el documental Hurdes, tierra sin pan. Pero la desilusión no terminaría allí. A poco de llegar aparecería como una nube negra la guerra civil española, en donde caería su entrañable amigo Federico García Lorca y donde Dalí daría un inesperado paso hacía el franquismo, cosa que terminó de desmoralizarlo y de dilatarle mucho más su eterna pupila.
Empezaría un temible y largo paréntesis en la vida del cíclope. En Nueva York encontraría paz en su exilio trabajando en la cinemateca del Museo de Arte Moderno, esperando que la nube del franquismo se disipara sobre su amada España. Las ganas de hacer cine lo atormentaban más y más, era como uno de esos gusanos que corroen la carne y no hay pinza que valga, ni ningún desinfectante para excusarlo. En Estados Unidos no podía hacer cine, y para completar su infortunio, su ex amigo Dalí ayudó para que lo expulsaran por sus antiguas filiaciones con el partido comunista. El de Higuera lo dijo públicamente y el odio del cíclope se recrudecía.
En 1947 ya se sentía como el Quijote, que todas las guerras estaban perdidas, justo antes de empezar la senectud. Su vida, que alguna vez había sido tan promisoria, se iba yendo a raudales por un sino que lo condenaba irresolutamente. Y justo cuando creyó quedar mudo, aparecieron Los olvidados.
La trama de Los olvidados se parece mucho a la del neorrealismo, aunque vale decir, un neorrealismo mucho mas descarnado y pesimista. Jaibo es el jefe de una banda de niños y adolescentes callejeros en Ciudad de México. Pedro, quien sufre con una madre que lo trata mal, es testigo de cómo Jaibo mata a golpes a un supuesto espía. Jaibo obliga a Pedro a una absoluta complicidad y luego lo implica en un robo que no ha cometido. Cuando el niño busca defenderse se convierte en una nueva víctima.
Los olvidados se parece mucho más a Tierra sin pan, que a El perro andaluz y a La edad de oro (1930). Su belleza es casi insultante a los ojos de lo fuerte que puede llegar a ser la película. Nunca cae en la pornomiseria en la que cayeron los demás directores latinoamericanos a la hora de retratar los problemas sociales en los que vivimos. Esto no se ve en la película de hoy, ni el panfleto, ni las ganas de explotar la tristeza del otro. El gran ojo realiza su quinta película (antes había hecho Gran casino (1946) con Jorge Negrete y Maria Félix, un infecto bodrio del cual ni el mismo Ojo quiso acordarse; y Gran Calavera (1949)) a los cincuenta años edad en que muchos directores ya tienen una obra consolidada.
El ojo dejó de ser sólo una triste pupila para convertirse en el gran don Luis Buñuel, hombre clave en la historia de tres filmografías: la española, la francesa y la mexicana. Donde muchos terminaron, don Luis empezó; Los olvidados estalló como un trueno en el cielo de la filmografía mundial, los reconocimientos llegaron uno tras otro: mejor dirección en el festival de Cannes 1951, del jurado oficial y FIPRESCI al conjunto de su obra. Tres premios Ariel por dirección, argumento y adaptación.
Es todo el conjunto de la película lo que la hace grande. Posee una belleza áspera que raya en la grosería; uno no sabe si achacársela a las actuaciones, en especial a la de Roberto Cobo quien interpreta a Jaibo. Cobo ya mayor también será actor de Ripstein en El lugar sin límites. Y ni hablar de la fotografía de ese maestro de maestros que fue Gabriel Figueroa quien compartiría puesto con Tissé cuando Eisenstein fue a México a filmar ¡Que viva México!(1930). Figueroa es el mejor fotógrafo latinoamericano de todos los tiempos y su figura nunca se borrará como tampoco se borrará jamás la de Buñuel.
“En Los olvidados traté de denunciar la triste condición de los humildes sin embellecerla, porque odio la dulcificación del carácter de los pobres”; por eso, el que alguna vez sólo fue un cíclope, no cae en el maniqueísmo pendejo en el que cayeron (y aún caen, ¡por Dios!) muchos seudo marxistas de pacotilla, al decir que los pobres siempre son buenos y los que son perversos son los ricos.
Debido al infame control de la izquierda sobre la intelectualidad, la película fue acusada de especuladora, siendo prohibida y boicoteada por muchos intelectuales. El gran André Bazán, padre de la nueva ola francesa dijo sobre ella en su acostumbrada columna de Cahiers du Cinemá: “la grandeza de esta película se percibe inmediatamente cuando caemos en la cuenta de que no se refiere nunca a categorías sociales. Sin ningún maniqueísmo en los personajes, su culpabilidad sólo es contingente: la conjunción aleatoria de destinos que se entrecruzan como puñales. Es absurdo reprochar a Buñuel una afición perversa a la crueldad. Pero la crueldad no es de Buñuel; él se limita a revelarla al mundo. Elige lo más atroz porque el verdadero problema no es saber que existe también la felicidad, sino hasta donde puede ir la condición humana en la desdicha. Los olvidados es una película de amor que requiere amor. No hay nada más opuesto al pesimismo existencialista que la crueldad de Buñuel. Porque no elude nada, porque no concede nada, porque se atreve a mostrar la realidad con una obscenidad quirúrgica, puede encontrar al hombre en toda su grandeza y forzarnos, por una especie de dialéctica Pascaliana, al amor y a la admiración. En Los olvidados las caras más horrorosas tienen rostro humano. El sentimiento que brota de Los olvidados es el de la inmarchitable dignidad humana. Y por eso no suscita en el público una complacencia sádica o una indignación fariseica. La crueldad de Buñuel es totalmente objetiva. Es sólo lucidez y nada tiene de pesimismo”. Con eso los mamertos se callaron un poco, pero ni así pudieron comprender, aprehender, lo que Buñuel veía como un inmenso ojo como el mas bello de los cíclopes.
Innumerables películas le seguirían, todas de una belleza inigualable. Buñuel nunca se creyó un genio, ni siquiera un artista. Para él, hombre de principio de siglo, el genio todavía tenía que ver más con la ingeniería que con las artes. Por eso cuando King Vidor, Robert Mamoulain y George Cuckor se pararon en 1981 para brindar por el más grande de los directores vivos, Buñuel no entendía porque él, si él no tenía ningún merito, si él no siempre había sido Buñuel, sino un gran ojo que sólo quería escribir novelas.