6 de diciembre de 2010

LA MUERTE DE UN SIERVO

El hecho de haberme vestido temprano no impidió que llegara tarde a la presentación de Stephanek. La gente se convertía en un sólo hombre gordo y sudoroso. Detestaba ese tipo de aglomeraciones y me maldije entre dientes por haberme quedado esperando una carroza cuando lo más seguro para llegar al teatro es el tranvía pero detesto las multitudes. Como un acto reflejo siempre que llego tarde me llevo la mano al bolsillo en busca de un billete que se puede convertir en llave siempre y cuando de con el portero indicado. Desde que el nuevo presidente está en el poder, los fraudes y sobornos escasean pero esta noche podría estar con suerte. Con el billete de cien en la mano me fui internando en la multitud. El portero era un hombre joven y de contextura gruesa, apenas me vio me dejó entrar: “lo he visto en los periódicos señor, no tiene porque molestarse” y yo alcancé a sonrojarme y disimuladamente guardé el billete en mi bolsillo.

Ya no había nadie en la sala de espera. Al fondo sólo se veía la cortina roja. Stephanek estaba detrás de ella. ¿Cómo describir la emoción de estar allí? Sabía de Stephanek por sus discos y las noticias que llegaban sueltas en el periódico local. Cuando leí que él venía a la ciudad simplemente no lo pude creer. Stephanek, el más grande de los baladistas estaría acá en la árida tierra de los cujíes. Esto era otro logro del gobierno revolucionario, ponernos en un ámbito universal cuando nosotros siempre fuimos provincia. No puedo decir que caminé hasta la cortina, la apreciación más cercana sería que me elevé por los aires y que flotando entraría en la sala repleta de gente. No se escuchaba sino un estribillo de opereta, apenas estaban en los preliminares. Ya me disponía a cruzar la cortina cuando un tipo salió de ella.

–Pero qué sorpresa encontrármelo a usted tan tarde por el pasillo- dijo el hombre.
–Perdón, ¿lo conozco?
–Talvez no, pero yo a usted sí. Cómo no conocer al agregado cultural del gobierno revolucionario, permítame presentarme: soy Joaquín Rosales, profundo admirador de Stephanek al igual que usted.
–¿Y cómo sabe que yo admiro a Stephanek?
–Ay hombre admiro su sencillez, casi todo el mundillo intelectual de este país goza con el articulo que usted publicó en el periódico, creo que se llamaba “Qué tiene que ver la vista con la vida de un baladista”.
–Oh, ya lo había olvidado; son tantos los artículos que he publicado, bueno, de verdad me alegro que le haya gustado, ahora si me permite, debo entrar, no quiero perderme un solo momento del espectáculo
–Descuide, al parecer ha surgido un problema técnico. No creo que empiece antes de las diez.
–Bueno, de todas maneras quiero entrar, de pronto pueda agarrar algún puesto bien ubicado.
–Pues amigo, usted está hoy con suerte, tengo mis excentricidades como la mayoría de los intelectuales y siempre que voy a este tipo de espectáculos compro tres asientos, para evitarme los comentarios estúpidos de cualquier espectador ignorante así que si me permite ofrecerle uno…
–Hombre no tiene por qué molestarse, estoy seguro de conseguir uno adentro.
–No es ninguna molestia además no tiene ni la más mínima posibilidad de conseguir asiento adentro, mire ¿por qué más bien no me acompaña a fumar un cigarrillo, hablamos un rato y después entramos a escuchar al baladista ¿le parece?

Consulté el reloj y faltaban veinte minutos para las diez. No estaba mal fumarme un cigarrillo, ser un personaje público tiene ese tipo de ventajas, siempre encontrarás a alguien dispuesto a ayudarte.

–Lo único malo señor Rosales es que en esta sala está prohibido fumar.
–Ah si, yo iba a ir al baño a fumarlo, así que si quiere acompañarme.

Asentí, el hombre debía medir más de lo normal, además sus hombros eran descomunales, podía decir perfectamente que era un canciller de otro país invitado por el gobierno revolucionario y yo lo hubiese creído perfectamente. Pero no era así, seguramente era del País del viento.

–Es difícil encontrar un baño más limpio en esta ciudad– dijo el hombre mientras sacaba su pitillera–, de verdad se puede decir que huele hasta rosas.
–Uno de los preceptos revolucionarios es mantener limpio hasta lo que debe estar sucio. Gracias– Dije al aceptar el cigarrillo.
–Sabe que si se supliera a cabalidad esa asepsia, este país estaría peor de lo que está, déjeme prendérselo, listo… mire hermano, esos ambientes tan fríos que deja la limpieza a mí la verdad me generan suprema desconfianza.
–Yo creo que todo esta limpio, todo, sobre todo las conciencias, antes en este país todo el mundo las tenía sucias, eso cambió cuando llegó el presidente… qué raro, estos cigarrillos tienen filtro.
–No, no es raro, es que estos cigarrillos son americanos.
– ¡Americanos! Eso es un crimen, ¿Dónde los consiguió?
– Ya sabe, contactos aquí, contactos allá, yo no puedo quedarme quieto, además me parece una exageración que darse un gusto tan básico como fumar bien sea considerado un crimen.
–Si el contrabando no es un crimen entonces ¿qué lo es?
–El mal gusto señor, el mal gusto de fumar ese tabaco nacional que huele a pecueca, ese sí que es un crimen inadmisible, dicen que da hasta caries.
–Señor, usted no se da cuenta que esos comentarios podrían llevarlo al exilio, yo formo parte del gobierno revolucionario y podría sacarlo del país solamente con decir que usted tiene en su saco un paquete de cigarrillos ame, ame… ame…
– ¡Americanos! Ay señor, agregado cultural, créame que he leído detalladamente sus escritos y puedo constatar que usted en el fondo es un liberal, por eso no le oculto que tengo un paquete de cigarrillos en el bolsillo, además usted no ha botado su cigarro todavía.

Rosales tenía razón, yo tenía el cigarro entre los dedos. No lo disfrutaba, lo juro, lo tenía todavía conmigo por la conmoción que sentía al ver a alguien que no pudiera ver que la gloria no estaba en un paquete de cigarros nacionales sino en la integridad de un país. Boté el cigarrillo inmediatamente.
–Eventualmente usted es de la oposición– le dije a Rosales un poco más tranquilo.
–Como organismo pensante que se respete claro que lo soy.
–Y usted tampoco se llama Joaquín Rosales
– ¡Hombre, claro que no! Mi nombre puede ser cualquiera.
–La oposición nunca nos trajo cosas buenas, mientras ustedes estuvieron en el poder hubo desempleo y analfabetismo. La corrupción acabó con este país.
–No pertenezco a esa clase de oposición. Cuando estuvieron los del partido azul también estuve preso. Soy un inconforme universal.
– ¿Cómo se puede ser tan ruin? ¿Sabe una cosa? Agradézcale a este gobierno el hecho de haber traído a Stephanek, el mejor baladista de todos los tiempos. Por mí que usted se pudra en el infierno, hoy he venido a ver a Stephanek y no a hablar con un desadaptado, así que si me disculpa…

Iba a agarrar la perilla de la puerta cuando el hombre me tomó del brazo “está bien”, me dijo acercándome el rostro que se volvía pálido a medida que iba votando palabras: “está bien, lo admiro, tiene la suficiente vergüenza como para tratar de sobornar al portero, ¿cree que no vi como se metía la maño al bolsillo y sacaba ese inmaculadito billete de cien? Todo por la cultura, señor agregado cultural, todo por la cultura”. Traté de zafarme pero su mano se convirtió en hierro. “Y después la sangre se le subió a la cara de la vergüenza que le dio, pero el crimen ya estaba hecho, eso es lo que le enseña el presidente a sus secuaces, eso es”.

–Suélteme, está usted loco –Le grité en la cara soltándome bruscamente de su mano–. ¿Quiere que llame a la policía? Tengo suficientes pruebas –el hombre arrugó el paquete de cigarros y lo botó a una papelera–. ¡Eso no es una prueba incauto! Me creerán todo lo que les diga, ¡todo! Yo también soy el gobierno, yo también soy pueblo.

El tipo se llevó las manos a la cara y empezó a mover su cabeza. Por un momento creí que era una forma de pedir perdón, incluso estuve tentado a acercarme y decirle algo alentador. El impulso se convirtió en asco y decidí salir. La sala de espera continuaba vacía, ya detrás de la cortina roja se escuchaban los primeros acordes del concierto, justo iba a cruzar el umbral cuando volví a sentir la mano pesada como el hierro.

–Le aconsejo que no entre, he matado al tirano.

Sin atreverme a mirarlo sentí un líquido caliente bajar por la piel. Aterrado traté de reaccionar pero Rosales ya no estaba en la sala. El cuchillo lleno de sangre estaba en el piso, la perplejidad no me dejó moverme del sitio. Un barullo de voces iba creciendo desde adentro. La música se había interrumpido abruptamente, de la cortina salieron dos hombres gigantes con rosotas oscuros, uno me tomó del cuello y el otro gritaba que habían encontrado al asesino. No entendía nada y todo su fue poniendo negro.

Al despertar me hallaba en una celda. No había necesidad de un juicio, así que fue fácil comprobar que había traicionado a la patria, que era el jefe máximo de la insurgencia, que en mi actividad delictiva había ordenado la muerte de quince mil personas. La sentencia era la horca pero fue conmutada porque el presidente, en una intensa pelea, pudo ganarle el pulso a la muerte.

Ahora pago cadena perpetua y trabajos forzados.

Anoche, después de cinco años volví a leer el periódico. En la primera página aparece la foto de un hombre ahorcado. Debajo de ésta había un texto: “Se suicida el actual asesor de nuestro querido comandante. Al parecer iba a ser relevado de su cargo, sufrió tanto al saber la noticia que no encontró otro consuelo que la muerte. Paz en su tumba a este perínclito barón de la patria”.

A pesar de lo borrosa que estaba la foto no me costó ningún trabajo reconocer a Joaquín Rosales. Después de fracasar en su intento de aniquilar al comandante no tuvo más remedio que agachar la cabeza y anexarse a lo que tanto odiaba. El Presidente en su infinita bondad lo recibió con los brazos abiertos: Joaquín tenía debajo del brazo una carpeta donde reposaban los nombres de los principales cabecillas rebeldes. Gracias a eso la insurgencia fue virtualmente aniquilada y Rosales se convirtió en la mano derecha del comandante.

Lo que me duele de estar encerrado es no haber podido ver a Stephanek. Dicen que el gobierno está pensando en traerlo, en darnos una función a los reclusos. De sólo pensarlo he perdido el sueño. La condena sigue y la pago gustoso. Yo soy la prueba viviente de que el sistema judicial impuesto por el presidente es infalible. Mientras tanto él sigue en el trono, inmutable, grande y eterno.

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