Era un hombre que amaba el piano y buscaba ser el mejor intérprete del mundo. Supo que en el Mozarteum impartía clases el maestro Horowitz. En pocos meses dominaba el instrumento a su antojo. Era el inicio de una gran carrera. Dedos expansibles, el alma como un receptáculo donde se vertía toda la sabiduría de Johan Sebastian Bach, de Chopin pero sobre todo de Bach. Siempre Bach. Así que llegó un canadiense muy joven, muy pequeño. Un hombre que se cuando tocaba se achicaba pero todos los sonidos del mundo se compilaban en ese gesto de contención que era su joroba, su cabeza gacha, la costumbre de cantar cada nota. Nunca nadie había tocado como él. No necesitaba de Horowitz, no necesitaba de nadie. La música estaba contenida en él. Bastaron unos pocos conciertos para que Glenn Gould se convirtiera en el mejor pianista del mundo. Parecía que al tocar las Variaciones Goldberg las volviera a crear. Cada vez que se sentaba frente al Stenway todas las melodías que pasaban por sus dedos largos eran suyas. Nadie había tocado así.
El pobre Wertheimer tuvo la desgracia de ser contemporáneo de ese canadiense feroz, de ese hombre que hizo del piano su vida. A penas lo escuchó decidió reglarle el piano a una mujer que no sabía tocarlo. Su amado piano ahora viviría el infierno de ser tocado por alguien que no sabe. Decían que los saxofonistas arrojaban su instrumento al río cuando escuchaban tocar a Charly Parker. Un piano es muy pesado para ser arrojado por un solo hombre al mar, por eso lo mejor es olvidarse de él o agarrar un hacha y hacerlo astillas y meter esos pedazos de madera inconexos en la chimenea y refugiarnos en el calor alentador que despierta la hoguera.
Muchos años intentó Wertheimer de vivir en un mundo habitado por Glenn Gould. Era su amigo, el único hombre que el músico frecuentaba. Lo odiaba, era todo lo que no había podido ser. Decidió dedicarse a la filosofía, pilas y pilas de hojas manchadas con su letra. Palos de ciego que no iban a ninguna parte. Pobre desgraciado, intentar conseguir con la pobre escritura lo que podía obtener de su piano, ráfagas de lucidez, monólogos divinos. La voz muchas veces está en la yema de los dedos. Gould después de dar cincuenta conciertos decidió no dar más. Le parecía una aberración, sentirse un poco como un mono de feria. Mejor encerrarse, hacer de su apartamento en las afueras de Nueva York una jaula, una prisión autoimpuesta. El y el instrumento en una orgía perpetua, el y Bach solamente. Nunca le interesaron los hombres y esa fue la amargura con la que tuvo que vivir Wertheimer al ser contemporáneo de Gould, saber que habían otros intereses, que existía gente andando por la calle, gente horrible y miserable pero que a él podía interesarle más que su viejo Stenway. Mejor pensar que se es filósofo y no vivir pensando en que se puede aspirar a ser pianista después de haber escuchado a Glenn Gould.
Wertheimer, la promesa del piano, el alumno preferido de Horowitz después de compartir clase con Glenn Gould no fue otra cosa que un malogrado. Vivió años con ese dolor, vivió hasta que supo que en su jaula había caído frente a las teclas victima de una apoplejía fulminante el gran Glenn Gould. Organizó una fiesta en su antiguo castillo, llamó a toda esa gente del instituto que tanto odiaba, mandó a pedir un piano, el más desafinado que tuviera, el mas espantosamente amateur que pudieran tener en la tienda. Lo hizo poner en su sala y empezó a interpretar otra vez a sus ídolos muertos, era horrible el sonido que destilaba el instrumento. Sus invitados se iban volviendo locos, ver a ese hombre aporrear las teclas de esa manera. Ese maldito sonido que carcomía los oídos. Se quedaron dos semanas en el castillo, viviendo a expensas de Wertheimer pero soportando su sonido. Después de que se fue el último invitado el malogrado buscó un árbol y se colgó.
En El malogrado Thomas Bernhard vuelve a dos de sus obsesiones: la imperfección del arte y la mediocridad de Austria. Mucho antes que Vallejo en Bernhard encontramos un heredero digno de Celine. Su prosa es un grito de amargura, cinismo y humor, atributos que no se pierden en sus obras de teatro.
Un libro maravilloso que nos acerca a una de las figuras mas enigmáticas del siglo XX, el pianista canadiense Glenn Gould, visto a través de los ojos de un hombre que buscaba tocar el piano como los grandes no por amor a la música sino por tener la habilidad y el gusto de un autómata funcionando a través de su máquina de movimiento perpetuo. Wertheimer tocaba el piano para no matarse pero que al final no puede resistir la tentación de verse con el cuello roto y las piernas suspendidas en el aire como si hubiera empezado a flotar.
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