6 de febrero de 2012

EL JUDIO SUSS. ARQUEOLOGIA DE LA ESTUPIDEZ.

Corría el año 1940 y en Alemania no existía un alma que no creyera en la victoria final. Gran parte de este convencimiento se lo debían a esa eficaz máquina llamada Ministerio de Propaganda. Goebbles era el máximo responsable de ese ministerio. Bajo su puño de hierro salía desde un poster a donde se anunciaban los discursos del Fuhrer hasta la producción de una película. La Werthmarch derrotaba con suma facilidad a los  pacífistas y poco preparadosejércitos franceses y en seis meses ya los soldados de la S.S. marchaban por París. A los nazis más que la victoria total sobre los países aliados les interesaba, en este punto de la contienda, convencer a los alemanes de la necesidad de acabar con los judíos. Por eso se desplegó desde el principio un lavado de cerebros por todos los frentes. La radio y el cine fueron sus principales bastiones.

La gran mayoría de cineastas de valía habían emigrado a Estados unidos poco después de que Hitler se asentara en el poder. Leyendas y precursores del expresionismo alemán como Murnau, Lang o Von Stenberg siguieron sus carreras en Hollywood, así como el eficaz artesano de melodramas Douglas Sirk. Dentro del territorio alemán solo dos mujeres, Leni Riefenstahl y Thea Von Harbou (Ex- esposa de Fritz Lang y guionista de Metrópolis) tenían el suficiente talento para ser consideradas maestras del cinematógrafo. De resto la UFA se convirtió en un nido de ratas burocráticas donde se ponían al frente de proyectos ambiciosos a cualquier monigote cuya única virtud debía residir en la completa obediencia a las órdenes impartidas por el nacionalsocialismo. Para sus películas propagandísticas tenían que conformarse con una lista interminable de directores mediocres.
Cuentan que Hitler y los secuaces tenían en gran estima películas como El nacimiento de una nación de Griffith y todo lo que los soviéticos hicieron en los veinte. Una de las obsesiones del doctor Goebbles era hacer un filme que superara el vulgar lenguaje panfletario y se convirtiera en un suceso de estima, en una obra maestra absoluta como había sucedido con El acorazado Potemkin en Rusia 15 años atrás.

La mayoría de filmes antisemitas realizados por los nazis eran vulgares ataques viscerales, hechos sin la menor medida de la realidad. Los judíos presentados en esas películas como El judío eterno eran mosntruos horripilantes, seres sin alma que no dudaban un momento en destruir y torturar al otro. Se buscaba como fuera la demonización del pueblo judío. La turba salía del cine con ganas de quemar sinagogas y matar a golpes a rabinos. Goebbels quería que la película se exhibiera en todos los territorios conquistados y porque no que llegara a América, para que vieran que ellos también podían hacer obras de arte con sus películas.
Como los directores los grandes actores alemanes habían cruzado el atlántico. Ni la Dietrich, ni Emil Jannings, ni Paul Heinred ni mucho menos Conrad Veit aceptaron servirle a los nazis, por eso tuvieron que recurrir a lo que había. Goebbles necesitaba con urgencia un buen malo, el patichueco era un tipo inteligente y sabía que para que una película triunfara necesitaba crear un gran malvado, un personaje tridimensional que a pesar de tener dentro de si, la “corrompida” y “asesina” alma israelita fuera después de todo un ser humano. Por eso acechó sin descanso a Ferdinand Marian, un actor con cierta relevancia y que según las películas que nos han quedado demostró tener talento actoral. Marian se hizo rogar por el ministro del Reich durante largos meses. Temía que al encarnar a un judío y más si lo llegara a encarnar bien quedara estigmatizada por la opinión pública como tal. Dicen que Goebbles se decidió por Marian cuando lo vio hacer de Yago en una particular versión de Otelo montada para los mandos nazis. A pesar de que Goebbles decía que era gracioso que “Mientras los norteamericanos se disfrazan de nacionalsocialistas, los arios tienen que disfrzarse de judíos para hacer nuestras películas” el estigma cayó sobre Marian. El hecho de hacerse rogar durante mucho tiempo desató la ira del Ministro de la propaganda y mano derecha de Hitler, hasta el punto que su mujer, una conocida actriz de cine y que tenía un lejano parentesco judío fue encerrada en Dachau muriendo pocas semanas después de haber entrado al campo de exterminio.

La trama del Judio Suss no podía ser mas malintencionada. Un judío peor que el Shylock de Shakespeare no solo arruinaba a toda una población alemana en el siglo XVIII sino que violó y asesinó a una linda muchachita aria. Los pobladores indignados deciden ir hasta la casa de Suss, con el cuerpo de la voluptuosa muchacha asesinada a exigir justicia. El agiotista, violador y asesino es apresado y ahorcado tras previo juicio.
Junto con los documentales  Olimpia y El triunfo de la voluntad, El judío Suss fue la gran película alemana del periodo nazi, al menos la mas popular. Pero a excepción de la monumental obra de Riefenstahl, la película dirigida Veit Harlam hoy en día se ve como una curiosidad, como un objeto arqueológico ridículo y malvado, una prueba más del grado de estupidez y brutalidad a la que pudo llegar el que era considerado el país más inteligente del mundo. Celebrada en su momento por Heidegger y por críticos de cine tan rutilantes como Michellangelo Antonioni, la película hoy en día no es más que un burro podrido quemándose al sol, un filme que debe subsistir a través de los tiempos como objeto de burla hacia una ideología tan execrable como la nazi.
Después de la guerra Ferdinand Marian terminaría sus días como un triste y despreciable vagabundo. El haber aceptado encarnar al Judío Suss sería el fin de su carrera y de su vida. Se suicidó poco después de que las tropas americanas entraran en Berlín.

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