26 de julio de 2012

DESESPERACIÓN. Crónicas de la violencia.


Llevaba varios días escupiendo sangre. La úlcera se lo estaba carcomiendo por dentro. Doña Prudencia lo vio más flaco, amarillo. Los niños no estaban mejor. Cuando ella les abrió la puerta de la casa no se pusieron a correr por ahí. Al contrario, estaban muy cansados, lo único que esperaban era acostarse en un rincón. La vida era mejor cuando se dormía.
Curillo no había cambiado. Seguía siendo el mismo pueblo miserable. Ni siquiera los papeles multicolores que adornaban las calles podían quitarle ese color gris. Todos sus habitantes querían salir pronto de allí. La selva no es un buen sitio para los seres humanos. 
                                                     Ramón Reyes tenía 54 años


Pero Ramón Reyes regresaba y no volvía solo. Tenía a cuestas a su esposa y a sus cinco hijos de 12, 9, 8, 6 años y un bebé de cinco meses. Dicen que los hijos son una bendición pero para él no eran más que una carga muy pesada.
Se acomodaron como pudieron en una habitación húmeda. En la noche se levantaba sumido en el sopor de la desesperación. Las paredes parecían que se estuvieran estrechando con cada minuto que pasara. En el campo vivían con muy poco. El mismo había conseguido las tablas, con sus manos armó la casa. Cuando llovía el techo frágil no podía soportar la embestida de la tormenta. Cuando hacía sol el sitio se convertía en un inmenso horno micro-ondas.  No era el mejor lugar para estar pero estaban mejor que ahí, arrumados en un rincón, viviendo la humillación de sentirse arrimados en la casa de su mamá.
“Usted no se haga ilusiones con que lo voy a poder mantener a usted y a la parentela” Le decía sin mirarlo Doña Prudencia. Para subsistir la señora de setenta años vendía almuerzos en el primer piso de la casa. Esa semana le había ido bien. En el pueblo se celebraban las fiestas sampedrinas. Los borrachos caminaban como zombies todo el día por las calles polvorientas. Muchos llegaban enguayabados a comer como condenados. La mamá cumplía con darles la comida. A Ramón le quedaba comerse su dolor y caminar por ahí a ver que conseguía.  Fue a la Personería a que le resolvieran el problema pero como suele suceder estas instituciones están allí para justificar cuotas políticas. Le dijeron que tuviera paciencia.
                                                          La casa de Prudencia

El presidente de la vereda de donde había llegado estaba en Curillo llenando su abultada panza de cerdo y trago. Supo que Ramón estaba en el pueblo, lo fue a visitar a la casa. Lo conmovió el estado en el que estaba “Los niños lloran todo el día y parte de la noche- Le contaba un Ramón apunto de llorar- el hambre no me los deja dormir…. Lo peor es que yo no puedo hacer nada” al presidente le conmovieron los ojos acristalados del hambre. Buscó en su carriel, vio unos billetes sudados, revueltos, escogió uno, se los puso en la mano. Hacía rato que Ramón no veía un billete de cincuenta mil pesos.
Ese día salió a comprar un pedazo de carne. Al lado de la iglesia se encontró con un amigo. Le contó la historia, el tipo le regaló un pedazo de pan. Le recomendó además que se pusiera a rezar. “Dios es el último refugio de los desesperados” Pensó el hombre cuando partía el pan entre sus cinco hijos y hacía milagros con el pedacito de carne que consiguió.
Las amigas de doña Prudencia criticaban el descaro del hijo. Como era posible que llegaran así, de una manera tan abusiva “buscando que usted los mantenga a él, la mujer y los cinco pelados”. Al final de la tarde, cuando el pueblo se empezaba a envolver en una nube de vallenato, tabaco y guaro, Prudencia fue al cuarto y le preguntó a su hijo cuanto tiempo iba a permanecer allí “El menor tiempo posible mamá, ya estoy afilando el machete, lo tengo listo por si en cualquier momento me sale alguna cosita”. Le dijo que era lo mejor y le repitió lo que para ella era un mantra “Acá la situación está muy verraca y escasamente tengo para mi”.

                                                                 El horror

A pesar del incesante ruido que destilaban los bafles desperdigados por el  pueblo todos en la casa se sumieron en un sueño profundo. Todos menos Ramón. El dolor se le incrustaba en la boca del estómago como  una puñalada.  Se levantó antes de las doce y fue hasta el cuarto de Prudencia. La despertó. Le dijo que le preparara un jugo de sábila para aliviarle “Este dolor que me está enloqueciendo” de mala gana la vieja se puso en pie, refunfuñando maldiciones. Bajó hasta el primer piso y se puso a hacer el jugo. Escuchó unos gritos y murmuró para sí misma “Borrachos hijueputas”. Se demoró un cuarto de hora, el tiempo suficiente para que Ramón hubiera sacado el machete de la funda y se lo hubiera clavado en el cuello a sus cinco hijos. La esposa alcanzó a distinguir el brillo metálico del arma en la oscuridad. Trató de correr hasta la puerta pero allí la alcanzó su marido. Tres machetazos en el cuello fueron más que suficientes para sacarle la vida.
Cuando la vieja llegó con el jugo de sábila al cuarto e intentó abrir la puerta no pudo. El cuerpo despedazado de su nuera se lo impedía. Ramón todavía estaba ahí, de pie, viendo los pedacitos de carne regados por el piso de lo que alguna vez había sido su familia. La vieja lo vio por la rendija y a pesar de que le gritó una y otra vez que no lo hiciera Ramón sonrió y se pasó el machete por el pescuezo.
Nadie en el pueblo escuchó los gritos desesperados de Prudencia.

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