En su tiempo libre Mario Puzo no solo escribía sino que le
dada rienda suelta a una peligrosa adicción: el juego. Le debía a muchos
casinos clandestinos que a finales de los sesenta, tenían una forma bastante peculiar
de cobrar; si no cumplías los plazos llegaban dos tipos grandotes a tu casa con
tremendos bates y después de golpear con suavidad tu puerta te partían las
piernas.
El escritor estaba desesperado y en el verano de 1968 se
reunió con el joven y prometedor productor de la Paramount Robert Evans.
Gracias a ejecutivos como él los setenta iban a ser esa década prodigiosa y
prolífica en obras maestras. Los viejos mogúles de Hollywood desconfiaban de
este tipo bien parecido, perfectamente bronceado que parecía más un gigoló que
un productor. Cuando escucharon que se había reunido con Puzo para comprar su
novela, un desordenado escrito que llevaba el provisional título de Mafia le dijeron que estaba loco. Las
películas de Gansters ya habían pasado de moda y se consideraban en 1969
veneno para la taquilla. Evans puso en juego su reputación y confió a ciegas en el
proyecto.
Un revés significaba a esa altura de su carrera que las
puertas de la Paramount se cerraran para siempre. Estaba nervioso y las dosis
de cocaína que habitualmente consumía buscando un mayor rendimiento físico e
intelectual aumentaron ostensiblemente.
No quería dejar nada al azar por eso quería un buen director
que a la vez no tuviera mucha experiencia para poder moldearlo a sus
necesidades. El realizador escogido era el joven de 32 años Francis Ford
Coppola que había debutado con la perturbadora Dementia 13 y que acababa de ganar el Óscar a mejor guión por su
trabajo en la laureada Patton.
A pesar de su juventud Coppola no era el típico director
novato que iba a hacerle los mandados a Evans. El ego que lo llevaría a la
autodestrucción por la elefantiásica Apocalypse
Now ya lo poseía. El productor tenía claro que para los papeles principales
quería a Ernest Borgnaine como Vito Corleone y para Michael tenía dos opciones,
ambos actores cotizados y de moda, Robert Redford o Ryan O’ Neal. Coppola cerró
con rabia la carpeta y dijo que él no se imaginaba a los Corleone como atractivos
caucásicos. Al contrario, buscaba actores de pelo oscuro, con bajo perfil,
lejos de la luminosidad de los actores de los ángeles quería traerlos de su
natal Nueva York.
Empezó algo parecido a la guerra cuando Coppola decidió
probar con Martin Sheen, Robert de Niro y un desconocido actor que parecía
según palabras de Evans “ Una rata de alcantarilla” su nombre era Al Pacino.
Vale la pena decir que las primeras pruebas fueron desaprobadas por los
ejecutivos, sobre todo cuando escucharon la bomba: Coppola quería para
interpretar a Vito al complicado, megalómano y despiadado Marlon Brando. A esas alturas de su carrera el protagonista de El
salvaje era repudiado en Hollywood.
Antes se soportaban sus excentricidades porque la gente pagaba la boleta
para ver no sólo su interpretación prodigiosa sino su impactante físico. Pero con
los fracasos de Quemada, La noche del día
siguiente y sobre todo Candy empezó
a considerársele un gafe. Sin embargo, cuando hizo las primeras pruebas y los ejecutivos pudieron ver en la
pantalla no al altivo galán sino a un viejo “Que parecía una cobaya” aceptaron
la propuesta del director.
A pesar de esa batalla ganada Coppola estaba lejos de
ganarse el respeto del estudio. Se rumoreaba con que en cualquier momento sería
despedido y que ya estaba contratado un sustituto. Lo de Al Pacino para Evans
era “Impresentable, ese don nadie no sólo es feo sino que no actúa”. Al ver los
primeros copiones se dieron cuenta de que las imágenes eran muy oscuras. En esa
época al director de fotografía Gordon Willis se le apodaba “El amo de las
tinieblas” Por sus particulares claroscuro. Evans y sus jefes se alarmaron al
comprobar que los seis millones de dólares que habían invertido en la película
se habían ido por el desagûe. Tenían solo una película muy larga, de tres
horas, donde no se veía nada y la gente hablaba en susurros. Había que
estrenarla y apretar los dientes para no perder demasiado.
Por eso los primeros sorprendidos fueron los propios
ejecutivos al ver que en el primer fin de semana se recogieron 302.393 dólares. Las cifras
cabalgaban y llegaron a números astronómicos insospechados hasta ese momento en
la industria del cine. Se recaudó la friolera de 134 millones de dólares. El
éxito fue apoteósico, la taquilla y la crítica se rindieron a los pies de ese
jovencito ego maníaco que quería aprovechar el éxito para independizarse de
Hollywood para siempre, fortalecer sus estudios Zoetrope y hacer de ellos una
fábrica de talentos que puediran realizar con total libertad sus sueños. Todas
esas ilusiones se desmoronarían como un castillo de naipes por culpa de él
mismo unos años después.
La hemos visto tantas veces que sabemos sus diálogos. Ayer
tuvimos la oportunidad de verla en 35 milimetros, en copia restaurada,
digitalizada. Fue como viajar en el tiempo, retroceder cuarenta años y pensar
por un momento que Al Pacino tiene 30 años y que se vienen tiempos dorados
dentro de una industria gobernada por jóvenes y talentosos realizadores. Lo que
era el mundo antes del Tiburón de Spielberg…
La sala estaba medio llena algo sorprendente en San José De
Guasimales. Las jovencitas fueron las primeras en desertar, no sabían nada de
lo que pasaba en la pantalla, eran demasiados nombres como en una novela rusa y
era muy largo, muy oscuro y la gente susurraba. Los mayores de treinta la
disfrutábamos como si nunca la hubiéramos visto y salimos felices y un poco
culpables porque por tres horas apoyamos fervientemente al hampa, a los matones
a los horrendos mafiosos que acá lucen como ellos creen que son.
Si ha llegado a su ciudad vívanla, déjense hipnotizar por el
poder de su imagen, de sus actuaciones, del mejor drama familiar que se haya
escrito desde Shakespeare. Verla en cine es una experiencia incomparable,
lleven a sus hijos, a los que no la hayan visto. Conozcan los restos del naufragio de lo que pudo ser del cine si los jóvenes del Nuevo Hollywood no
hubiesen sido consumidos por sus propios egos.
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