Quienes aún no han accedido en Colombia a la
emisión de Breaking Bad (por canales de
cable como AXN o páginas de Internet como Netflix) se encuentran ya en mora con
la forma más reciente de poner a prueba la buena moral pero de un modo épico. El
argumento en sí es simple, y hasta conocido por aquellos primeros entusiastas
que se dejaron seducir hacia el 2005 por la precoz e inofensiva Weeds: un personaje acorralado por
situaciones extremas toma soluciones extremas.
Sin embargo, la historia de Walter White, un derrotado profesor de
química que tras un diagnóstico de cáncer decide comenzar a fabricar
anfetaminas para asegurar el futuro de su familia, arrastrando consigo a todo
el que se interponga en su camino, va más allá. El éxito de esta serie –primer
reparo con que debe luchar esta producción ante quienes se resisten a aceptar
que el cine no es el cine, sino su lenguaje– se encuentra fundamentalmente en los
detalles y en sus diálogos.
Cada uno de sus capítulo consiste en una serie de piezas y frases que
sueltas pertenecerían nada más que a un excelente intento por realizar el
entretenimiento a que seguramente está obligada en alguna parte del contrato
con que fueron pactadas sus cinco temporadas. Unido todo ello, se convierte en
un gigantesco engranaje que pone en marcha un producto a la altura de grandes
sagas cinematográficas.
No es únicamente al paso de un hombre frustrado a uno que se considera
el rey del mundo a lo que accedemos; ni al salto de la línea entre el pacifista
y el homicida; mucho menos al de una mente científica a una criminal capaz de
elaborar los planes más siniestros con tal de sacar adelante su imperio de
drogas.
Desde luego, aunque sin ello el programa no
sería lo que es, solo con eso sería un fiasco.
La historia está en cambio plagada –y nutrida, lo que es otro de los
puntos a favor, al igual que las memorables actuaciones del reparto escogido–
de variaciones y claves que dejan a cada uno de sus personajes en una dimensión
de realidad total. Por eso lo que despierta temor al espectador no es saber que
existen seres como los de la pantalla, sino tener algo de ellos.
La mujer ama de casa humilde se sabe, al igual que Skyler, tentada ante
un cambio de vida que de fin a las penurias económicas de su familia, por lo
que podría llegar a aceptar ser cómplice (¿no también cerebro?) de un negocio
ilícito. Cualquier drogadicto sin futuro depositaría como Jesse su confianza en
un plan capaz de suministrarle el vacío de vida llevada hasta hoy. Y hasta el
profesional de cualquier estirpe aplaude en algún momento los fraudulentos
métodos del agraciado Saul. Pero sobre todas las cosas, quien se pone al frente
del televisor no deja de reflejarse –muchas veces admirándose– en las
peripecias del siempre atormentado Walter White.
Más aún, el siempre –y cada vez más, otro gancho único de la serie–
atormentado Walter White, es, a su vez, un torturador eficaz que deja relucir
en carne viva el cobre más brillante del ser humano: la vanidad.
Por
eso Breaking Bad es una apología a la
vanidad, es decir, al hombre, en todas sus formas posibles. En ella se lleva a
cabo una carrera despiadada por ser: ser el más rico, el más astuto, el más
honesto, el más corrupto, el más humano. Ser o ser, esa es la cuestión. Esa
norma se lleva hasta el límite y rebosa incluso en la misma técnica con que fue
filmada. Las imágenes (de una plástica también particular), la edición
(impecable y juguetona), la música (morfinómana en aquellas secuencias en que
sin tapujos se expenden drogas como dulces o se cometen asesinatos
escalofriantes) y la rigurosidad temática en materia de elaboración de drogas,
la hace un deleite dentro de la insípida oferta que en su mayoría la televisión
ofrece.
Desde luego, y como en toda gran historia que quiera consagrarse, a lo
largo de los capítulos la serie lanza cuestionamientos –eso sí, sin nombres– sobre
aspectos sociales propios de su tiempo. En este caso no dejan de hacerse alusiones
al actual consumo de drogas, al deficiente sistema de salud y al inmensurable poder
corporativo, entre otros aderezos que ponen ese sabor de purgatorio al mundo
recreado por Vince Gilligan y compañía. Lo de purgatorio es cabal pues saldar
deudas es lo que hará sin falta cada uno de los protagonistas.
En cuanto al final, sobra decir que los últimos capítulos (piénsese, por
ejemplo, en el inmejorable Ozymandias) son un salto al vacío dado con ansias.
Lo mejor es que este salto puede repetirse cuantas veces se desee, sin ningún
cansancio y con el mismo vértigo inicial.
Aunque ya es considerada como una de las grandes series televisivas de
todos los tiempos, el paso de éste ahondará cada vez más el mito de Heisenberg,
un ícono del que la cultura ya comienza a dar justa cuenta en imágenes y
alusiones. La anunciada versión colombiana, sin duda, será una de las tantas
buenas o malas adaptaciones (traducciones), citas y tributos que conllevan
clásicos de este tipo.