23 de noviembre de 2009
VOLVER A LA IGLESIA
Juliana tenía rodaje así que me dejó solo el domingo. Cansado de ver las mismas películas decidí recorrer el barrio. Los árboles todavía botaban agua y las pocas viejitas que estaban a esa hora trataban de hacer un poco de ejercicio para que la muerte no las encontrara roncando. La intención era combatir el aburrimiento y comprarme una película pero los locales estaban cerrados hasta las once de la mañana. Lo único que estaba abierto era la Basílica que queda en Juramento y Vuelta de Obligado, no la conocía y me habían dicho que era preciosa. No tengo la costumbre de sacar la cámara y tomar fotos, no tengo pretensiones de fotógrafo, menos ahora cuando las cámaras digitales han convertido a todo el mundo en un Cartier-Bresson. Entré por la puerta estrecha ya que la principal estaba cerrada, adentro estaban en plena misa. La basílica estaba atestada de viejitos y de muchachos que tratan de encontrar una explicación al milagro de sus vidas. Me senté entre una horripilante viejita que trataba de encontrar paz moviendo ruidosamente su caja de dientes. Hacía mucho no presenciaba el espectáculo de la Eucaristía. En algún momento creí que los curas se parecían a Montgomery Clifft pero no me acordaba de lo torpe, obtuso y ridículo que es el discurso de un sacerdote. No por lo que digan sino por cómo lo dicen. Antes eran siniestros, condenaban a las mujeres que menstruaban a la hoguera y las llevaban a las llamas en medio de un discurso siniestro pero brillante. Ahora este tipo de sotana, gordo como una res a punto de parir hilvanaba regaños, imprecaciones y citas que a nadie importaban. Noté con preocupación como el ruido de las cajas de dientes se iba dispersando por el recinto chocándose con sus columnas de plata y dispersándose hasta el cielo raso donde había, como no, una mala imitación de la capilla Sixtina. Agotado miré el reloj y apenas habían pasado cinco minutos, salí de la iglesia con dolor de cabeza y pensando en lo que decían los anarquistas españoles: “La única iglesia que ilumina es la que arde”. Para ese sacerdote gordo que posiblemente sea obispo debe ser una pena que ya no exista el escándalo, pronto esas iglesias serán clausuradas porque el público compuesto por viejitas se irá extinguiendo. Confiado, regresé a mi casa hasta que una idea me retumbó en la cabeza: tal vez esas viejitas están ungidas con la vida eterna. El discurso del cura se repetirá por toda la eternidad, lo mejor es encerrarlas, rociarlas con gasolina y que ardan con todo y sus malditas cajas de dientes. Lamentablemente pudo más la pereza, pero me prometí que el próximo domingo volvería armado con gasolina y estacas, por si resultan siendo vampiros.
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