John Huston estuvo en el D.F pocos años después de la
revolución. Decía que el paseo de la Reforma era una imponente calle cercada por hermosas casas coloniales. Habían
charros orgullosos en sus caballos, cortejando a la más bonita, matando cuando
tenían que hacerlo. El autor de El juez
del patíbulo como tantos otros artistas cayeron rendidos ante Tenotchitlan.
Allí Burroughs mató a una esposa mientras jugaba a Guillermo Tell con una
pistola bastante “nerviosa”. Eisenstein y Trosky huyeron de Stalin encontrando
en México en un principio un paraíso para súbitamente después convertirse en un
infierno: el cineasta hizo una de sus peores películas hipnotizado por esa
tierra de donde emergía la energía que había insuflado a Pancho Villa, el
político que era un escritor cayó bajo el hacha traidora de Mercader.
México es una potencia que nosotros los latinoamericanos no
hemos podido entender. Las nuevas
generaciones terminaron subestimando esa cultura. Asociamos las películas
mexicanas por ejemplo con incitaciones permanentes a la borrachera, la ranchera
y el machismo. Ignoramos que durante las décadas del 40 y el 50 paralelo al
periodo dorado de Hollywood, el cine mexicano vivía una época de esplendor. En todo el continente la gente se agolpaba en los teatros para ver
la última cinta de sus ídolos. Sobre la pantalla se lloraba con Arturo de
Córdova, se reía con Tin-Tan, se gozaba y se sufría con Jorge Negrete. Los hombres
se dejaban el bigote emulando a Pedro Infante.
En un instinto natural de matar al padre los jóvenes en los noventa
creímos que lo mejor era mirar al sur. Todo lo mexicano era considerado mañé, a
pesar de que crecimos con las ocurrencias de Chespirito, con el drama de Jaime
Palillo. Apenas nos salió barba borramos
el pasado azteca y centramos nuestros intereses en Buenos Aires. Entonces era
muy cool creer que Piazolla era mejor que Ezquivel, que Caifanes no le llegaba
ni a los talones a Soda Stereo, que Borges era un maestro mientras Rulfo era un
aprendiz, que Homero Manzi sabía narrar mejor en imágenes que Ismael Rodríguez.
Además el argentino parece un europeo mientras el mexicano
se parece a nosotros. En una sola década olvidamos la grandeza del Indio Fernández,
la potencia actoral de Pedro Armendáriz, las maravillosas películas que Buñuel
filmó en suelo azteca. De los dos focos
culturales latinoamericanos nos quedamos con el snobismo porteño.
Conozco a México a través de sus películas, de sus
escritores, de sus pinturas. Miro a México con los ojos de los artistas que
estuvieron allí y que hablaron de ella. Para un norteamericano culto de
mediados del siglo XX, cruzar la frontera era imbuirse en el tiempo, internarse
en la ficción. Por eso Kerouac habló de ello al igual que Lowry.
Pero no solo los escritores cayeron bajo el embrujo azteca,
a México llegaron brujos, entre ellos el más poderoso de todos, Alesteir
Crowley. Cuando recién llegaba a la tierna edad de sus treinta años el mago
subió la montaña mas escarpada, el Iztaccihualt y desde el pico entonó un
hechizo. La diosa de los vientos arrastró la invocación a través del Atlántico,
llegó a Londres, se internó en la cama de la reina Victoria agonizante y la
mató. El siglo nacía y el eterno reinado de Victoria acabaría por obra y gracia
de la poderosa invocación de un brujo. “México era el catalizador ideal para
lanzar el hechizo” Escribiría el maestro en uno de sus diarios.
Buenos aires hoy en día está lleno de colombianos que por
fin pueden conocer el país de sus sueños. Se paran en Lavalle y Florida y
empiezan a adivinar cuales son Cronopios y cuales Famas. Las mujeres del país
por fin pueden acostarse con rubios ojiazules, tan escasos por estas latitudes.
Estudian cine en sus universidades y aprenden a tomar mate, descubriendo un
poco tarde que es un laxante poderoso. Aprenden el acento y se vuelven hinchas
de Boca o River. Sin embargo son cada vez menos los que viajan al DF seducidos
no solo por sus cafés, sus librerías, las huellas que dejaron los maestros allí
sino por su pasado, su glorioso pasado cuando eran los únicos, los hijos del
sol.
Fumarse un porro en Teotihuacan, recorrer los caminos
traicioneros de la Maliche, ver donde fue que Cortez sedujo a Moctezuma y le
sacó el tesoro. Entre el humo espeso de la vareta podré ver también ha
Quetzalcoalt convertirse en la Virgen de Guadalupe. Sincretismo total, energía
que fluye, que construye y destruye. Todo termina y empieza en ese país.
Así Juan Villoro diga que el DF es una ciudad
post-apocalíptica, México aún es un país en formación, inacabado. Vivía un
periodo de esplendor cuando llegaron los hombres con cara de cal en sus
cáscaras de nuez. Lo que quedó fue una añoranza. Dicen que Buenos Aires es
triste porque todavía se vivía la nostalgia del inmigrante. Eso es mentira, esa
ciudad es así porque los porteños creen que esa es la onda, estar tristes,
amargados, tomar dos Fernett y a la cama. En México todo es extremo, por eso se
le rinde tanto culto a la muerte, pero nadie llora, todos ante la evidencia del
final viven sus vidas al máximo, tómate toda la puta botella, mira que puede
ser la última.
Me alisto desde ya a sentir sus sabores, sus colores. A
recibir la energía de un suelo teñido de sangre, gloria y muchísimo tequila. En
México el encuentro constante con la muerte les ha enseñado el valor de la
vida. No importa que estén tan cerca de Estados Unidos y tan lejos de Dios, lo
importante es que han sobrevivido a todo incluso al mismísimo apocalipsis.
Como mexicano te puedo decir que no he terminado de entender a México. Jeje, saludos.
ResponderEliminar