A Pontano el éxito le
ha llegado sin buscarlo. Algunos años atrás hubiera escupido sobre él pero
ahora se está dando cuenta que se siente cómodo teniendo el reconocimiento de
los empresarios, de esas delgadas y largas damas de la alta sociedad. Se fuma
el éxito como una droga y como tal lo necesita. Está tan embebido en su
ascendiente fama que ni siquiera la terrible enfermedad Tomasso el único amigo
que le queda lo logra conmover. Lidia, su mujer no sabe ya quién es él. Su cara
posando hacia la cámara como si fuera un objeto más de esos que se venden en
las estanterías la asquea, mejor salir de allí, caminar por las calles de
Milán, ir a los suburbios, ver a los niños con la cara corchada de mugre llorar
porque se han orinado y nadie les cambia el pañal, a las viejas desdentadas
pelar el último pedazo de una pera, a un grupo de pandilleros pelear a golpes,
a un par de muchachos tirar cohetes al aire en uno de los pocos lugares
descampados que aún le quedan a la ciudad. Cualquier cosa con tal de no verlo
disfrutar de su traición.
En el atardecer mientras en una bañera intenta sacarse su
hastío con un paño enjabonado le pide a Pontano que se vayan de ahí, que no
resiste estar en el apartamento. Pontano le recuerda que los Gherardini los han
invitado esa noche a una fiesta en su villa. A Lidia no le gusta mucho la idea,
lo mejor es que vayan a uno de esos bares de moda.
Allí están, sentados en una mesa, viendo el espectáculo de
dos bailarines contorsionistas jugando con una copa de champagne. Pontano está
allí pero piensa en lo bien que se sentiría estando con toda esa gente
elegante, poderosa que ahora lee sus libros ¿Qué hace que pasaba las noches en
vano, escribiendo páginas gloriosas que nadie leería? La única música que
escuchaba en esa época era el ruido de sus tripas crujiendo de hambre. Ella había
llegado para sacarlo del hueco en el que se había metido. Su familia era rica y
tenía contactos, en poco tiempo iba a tener la comodidad de escribir sin apuros
económicos y tampoco pasaría mucho tiempo para darse cuenta que entre la
confortabilidad burguesa difícilmente saldría una obra maestra. En vez de
rebelarse se conformó con su comodidad.
En ese bar está aburrido, a su lado está
Lidia, ya no hay nada que decirle a ella y al frente ese par de espectaculares
bailarines no son más que una constatación del vacío en el que se ha metido.
Ese no es el lugar, lo mejor es tomar de la mano a su esposa, llevarla hasta el
auto e ir a toda velocidad a los Gherardini. La villa es gigante, los invitados
se esconden en el bosque aledaño, en los oscuros rincones de la casa. Mientras
Lidia decide recorrer el lugar sola, sin tener la molestia de conocer a toda esa
gente tan distinguida, tan frívola. Los únicos invitados que merecen conocerse
en la fiesta son ese grupo de jazz que de una manera compulsiva no pueden parar
de tocar. Mientras tanto Pantano conoce a una joven solitaria que trata de
inventar un estúpido juego. Valentina Gherardini, hija del magnate. Le gusta
leer, el tennis, las fiestas, el golf, los vestidos caros, el cine y la música.
Le gusta todo. Pontano cae rendido a sus pies, por ella abandonaría a Lidia,
necesita una mujer joven, alguien que no se sienta celosa de su éxito, que
pueda sentirse alegre entre una multitud. Pontano se acerca y la besa, ella no
quiere acabar ningún hogar pero está ahí, con los ojos cerrados, arropada en
sus brazos.
Al otro lado de la mansión Lidia llama al hospital y se
entera que Tomasso, su amigo enfermo acaba de morir. Cuelga y busca a su esposo
para contarle pero lo encuentra acariciándole el rostro a Valentina. El vacío
que abría entre los dos se acaba de ahondar aún más.
Es injusto decir que La
noche, segunda película de La trilogía de la incomunicación, haya
envejecido y se considere hoy en día como un bodrio insoportable. Uno de los
males de la modernidad es la incapacidad que tiene una pareja de esposos para
comunicarse. Después de un tiempo se desgastan las palabras y si están juntos es por algo intangible, innombrable,
más fuerte que el amor o la rutina. Esa angustia, ese vacío lo retrata
Antonioni de una manera admirable.
Un par de años antes el director italiano había encontrado
su particular estilo con La aventura que
sería abucheada y aplaudida con igual intensidad y fervor. Lejos de cejar en su
empeño de retratar el aburrimiento Antonioni continúa con su búsqueda rodeado
esta vez de dos actores maravillosos.
Cuesta encontrar un actor como Marcello Mastroianni
participando en un lustro de un conjunto de obras maestras absolutas. Con Fellini
haría en el 60 y en el 63 La dolce vita y
8 y medio. En el 61 con Pietro Germi Divorcio a la italiana, En el 62
trabajaría con Louis Malle en Vida
privada y en 1961 sería el escritor Giovanni Pontano en La noche. Nadie como él para encarnar la
angustia, desesperación y frivolidad del hombre burgués. A su lado está Jeanne
Moreau, con su enigmática sensualidad, contemplando con tristeza el mundo al
que ha entrado su esposo. Por momentos intenta aferrarse a eso, si el dio ese
paso ella lo acompañara, pero algo dentro de ella la obliga a sentir la náusea,
a vomitar sobre esos lectores complacidos por el trabajo de Pontano. No puede
dejar de sentir desprecio al ver como su esposo se ha convertido en una
prostituta.
Si hay un rostro que se asocie al universo de Antonioni es
Monica Vitti. Acá en su papel de Valentina, la niña rica que lo quiere todo,
incluso a los escritores que lee por más comprometidos que estén, consiguió una
de sus mejores interpretaciones. Su elegancia, sensualidad y sofisticación
ayudaron a que su figura fuera una de las más representativas de los
convulsionados años sesenta.
La noche se lee
como una novela. Los silencios, las miradas, los diálogos secos, la frivolidad,
son un conjunto de aspectos que ayudan a construir la visión que Antonioni
tenía sobre la década que apenas comenzaba y que vendría a constituir el
principio del fin de las ideologías. No creo que lo de Antonioni sea solo
forma. Claro, su obsesión marcada está en la arquitectura. Para él el espacio
es un personaje más dentro de sus películas. Recuerden no más como empieza La noche en un travelling descendiendo
por un edificio, recuerden el hospital donde está Tomasso, la villa de los
Gherardini, el espacio tragándose al hombre. Pero la angustia ante el vacío
está latente en cada palabra de lo que se dice, en lo que se calla, en lo que
se ve.
La había visto unos años atrás y me sorprendió encontrarla fresca,
más joven y cercana a mí que la primera vez que la vi. Con películas como esta
uno se da cuenta de que hubo un tiempo donde el cine era algo muy importante. Lástima
que ya no sea así.
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