En los primeros veinte minutos, mientras ese maravilloso blanco
y negro te recuerda la época donde el cine era aún la caja de los sueños que
había inventado Edison, crees que estás frente a un clásico. Nos es imposible
resistirnos ante el encanto de e Óscar Diggs un presdigitador con un ego
desbordado, mujeriego y mentiroso que
subsiste engañando incautos con trucos de poca monta. No existe oficio más
parecido al de un mago que el del cineasta y eso parece entenderlo muy bien Sam
Raimi, el director de esta cinta, ya que aparentemente nos prepara en su
hermoso prólogo no solo para conocer el maravilloso reino de Oz sino para hacer
una reflexión sobre lo que es el cine, una ilusión producida por un rayo de luz.
En una de las mejores escenas de la película Óscar, mientras
se prepara para dejar para siempre a su verdadero amor, va acomodando las piezas
de su zootropo, las imágenes de un elefante moviéndose proyectándose en la
pared contienen una particular poesía. La admiración que tiene el ilusionista
hacia Thomas Alva Edison y la alusión que hace al Kinetoscopio, uno de los
primeros aparatos que sirvieron para apresar el movimiento en imágenes,
establecen claramente el tono de homenaje que asume Raimi, en su película, no
sólo hacia el clásico de Víctor Fleming sino hacia el cine, una invención que
117 años después de su origen nos sigue cautivando y sorprendiendo.
Lamentablemente todo eso que se bosquejaba al principio se
deshace después de que el ciclón, el mismo que se llevaría Dorothy años después,
lleve a Óscar a la tierra de Oz, entonces la pantalla se amplía y empieza el
festival del color, de los innovadores efectos especiales y nos recuerda que en
el cine contemporáneo ya no importa tanto la historia sino mostrar la última
tecnología con la que trabajan los grandes estudios.
Después de la primera hora la película cae en un bache del
cual no logra levantarse. Todo se vuelve soso, azucarado, empalagoso. Con
Disney no existe el espacio para la experimentación o el riesgo. El director
está más preocupado por poner a funcionar la última tecnología que en construir
personajes reales, complejos, con los cuales podamos identificarnos o sentir
miedo.
Pareciera que el único actor que está a la altura es James
Franco. Supo darle a su personaje esa irresistible prepotencia, esa torpe
humanidad que le dio Frank Braum, el autor del inmortal libro al mago de
Kansas. Lamentablemente ninguna de las tres mujeres que lo acompañan están a su
altura. Por Mila Kunis nunca sentimos miedo, ni siquiera cuando se transforma
en la horrible bruja, Rachel Weisz vuelve a demostrar toda su incapacidad para
reflejar una emoción y Michelle Williams
le imprime a su personaje una solemnidad inoportuna, creemos que hubiera sido
otro el resultado si la bruja buena hubiera tenido así fuera un poquito de
sentido del humor.
Es tan deficiente el trabajo de estas actrices que nos
quedamos encantados con el simio volador y sobre todo con esa hermosa y triste
niña porcelana que acaba de perder a toda su familia. La escena cuando Oz le pega
sus dos piernas es maravillosa y por momentos, al verla moverse nos recuerda el
trabajo del maestro checo Jan Svankmajer.
Aunque el compositor Danny Elfman y Sam Raimi tuvieron un
severo altercado al final del rodaje de Spider
Man 2 que parecía irremediable acá vuelven a trabajar juntos casi una
década después. El resultado es más que satisfactorio. Elfman hizo en esta
película su mejor trabajo desde El joven
manos de tijera e inevitablemente nos hace pensar lo que hubiera sido este
filme en manos de Tim Burton, porque Raimi después de la mitad le entrega el
filme por completo al público infantil, recordando que trabaja para Disney y
con ellos no hay espacio para la experimentación, los homenajes o las
reflexiones sobre este arte.
No, Disney como el
diablo no hace concesiones y la película tenía que ser ante todo un paquete que
incluyera a toda la familia y al final Oz,
el poderoso no es más que eso, una hamburguesa gigante y grasosa, destinada
al consumo masivo y a ser olvidada al cabo de unos cuantos días.
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