21 de abril de 2013

ROA De Andrés Baiz. Hace falta coraje


El hijo menor de doña Encarnación vivía en un cuartico estrecho al lado de la cocina, cargado de pulgas y fiebre. Tenía dos trajes y uno estaba manchado de aceite. Trabajaba en la embajada alemana y le llegaba a la casa literatura nazi que leía con fervor.  Tenía una mujer con la que vivía ocasionalmente. Era mayor que él y tenía dos hijos con los que se llevaba muy mal. Juan era rosacruz y unas tardes se creía la reencarnación de Gonzalo Jiménez de Quesada y en otras era el General Santander. Por su condición social era gaitanista y hasta había asistido a una que otra conferencia del Jefe.

Ese ambiente donde se fermentó la locura no aparece por ninguna parte en Roa, al contrario, las salas son luminosas, los jardines son floridos, el ambiente es aséptico, los pobres tienen lo necesario,  en sus mesas rebosa el chocolate y la fruta fresca. Al parecer en la época en que el presidente Ospina Pérez y Su oscuro canciller Laureano Gómez regían los destinos de este país, no existían las condiciones para que los más necesitados hicieran una revuelta que puso en jaque la más estable e hipócrita de las democracias del continente.  
Uno puede traicionar la historia dentro del cine, ser un anacrónico deliberado, pero cuando esta traición te cuesta verosimilitud tu relato posiblemente esté condenado al naufragio. Nunca entendemos bien de dónde viene la locura de Roa.
 Si, por ahí hay un tipo que tiene cara de chulavita encubierto, que lo sigue a todas las manifestaciones y que se ha dado cuenta que entre la multitud hay un hombre resentido, con cara de odio que se lo quiere cargar. El chulavita puede estar contratado por una petrolera, por una bananera, por la CIA; Por cualquier oligarca asustado. En el país de la impunidad nadie sabe quién perpetró el crimen del siglo así que Baiz se toma la libertad de… de no emitir ninguna teoría, de no jugársela con algo, de no mostrarnos ni siquiera la razón por la cual un hombre con pinta de indígena, dotado de una oratoria extraordinaria se había convertido en un fenómeno de masas que amenazaba con quitarle el poder a los más ricos.

¿Por qué no mostrar a Roa en su buhardilla de Raskolnikov y cómo desde la radio los encendidos discursos de Laureano Gómez insuflaban su alma de odio y resentimiento? La oligarquía siempre ha usado los medios de comunicación como plataforma para armar asesinos, para manipular mentes. Ese clima, tan necesario a la hora de contar el momento en que el país decide entrar en una orgía de sangre y muerte que sesenta y cinco años después no cesa, no está por ninguna parte en Roa la tercera película del director caleño Andy Baiz.
Es que en el cine colombiano de nuestros días es muy difícil convencer a un inversionista de que meta dinero a un proyecto si este no se acomoda a sus preceptos. ¿Cuáles son estos? Primero evitar meterse en camisa de once varas. Nada de posiciones incómodas, de revisionismos históricos y sobre todo cuidadito se va a meter con posturas políticas extrañas. Hay que ser neutral, recordar todo el tiempo que el cine es un entretenimiento barato donde la gente paga su entrada, come palomitas y se olvida que es pobre. Eso explica muy bien por qué se contrata a la inexpresiva y cada vez más ineficiente Catalina Sandino para que sea justamente la mujer del asesino, por qué en la mesa de la mamá del presunto magnicida siempre hay chocolatico caliente y sobre todo pan. Se nota que a Baiz le tocó hacer lo que le dejaron. A muchos realizadores no les queda de otra, si se ponen de rebeldes las empresas no ponen el billete y tienen que esperar a que un milagro desempolve los guiones que alguna vez se soñaron hacer. 

O de pronto esta era la película, la segunda parte de su trilogía sobre asesinos colombianos, el primero fue el Campo Elías de Satanás, el segundo es el Juan de Roa. Una visión frívola y despolitizada de un hecho del cual todavía no alcanzamos a entender su magnitud. Baiz se sirve del bogotazo para demostrar que a él le encantan los asesinos. Esto da rabia teniendo en cuenta el inusual talento que tiene el caleño. Uno hubiera querido que se arriesgara más, que se la jugara señalando a algo, que por un momento su fría genialidad rozara si quiera lo político.
Pero nada de esto sucede.
 Si bien lo que más me molestó de la película fue la escogencia de Catalina Sandino hay que resaltar el buen criterio de casting al haber escogido al desconocido Mauricio Puentes para el papel principal. A punta de talento logra rescatar un papel que desde el mismo guión estaba completamente perdido, su mirada angustiosa y algunos gestos le imprimen algo de veracidad a un personaje que estaba condenado a la caricatura odiosa.
A pesar de lo dicho atrás y de lo preocupante que me resulta el hecho de que en el nuevo cine colombiano la historia la sigan escribiendo los ganadores, a mi Roa no me disgustó del todo. Al contrario me parece que con esta película se confirman todas las cosas buenas que se esperaba de este joven realizador. El diseño de arte es acertado, el sonido es casi perfecto y hay momentos realmente maravillosos como cuando el hermano de Juan le está enseñando clases de conducción, la escena del salto del Tequendama y sobre todo los siete minutos finales, cuando con la muerte de un hombre empieza la etapa de violencia más larga y terrible que cualquier país del mundo pueda recordar. Sesenta y cinco años que a algunos les parece aún muy poquito, sesenta y cinco años que algunos quieren perpetuar.

Por mucho que nos pese Roa es el hecho cinematográfico del año y es casi que obligatorio ir al cine a verla. Una película de gran factura visual, por momentos muy bien actuada y a la que sólo le faltaron las agallas, el coraje de señalar, de tomar una postura para ser considerada uno de los mejores filmes de nuestra incipiente filmografía.

No hay comentarios:

Publicar un comentario