El hijo menor de doña Encarnación vivía en un cuartico
estrecho al lado de la cocina, cargado de pulgas y fiebre. Tenía dos trajes y
uno estaba manchado de aceite. Trabajaba en la embajada alemana y le llegaba a
la casa literatura nazi que leía con fervor. Tenía una mujer con la que vivía
ocasionalmente. Era mayor que él y tenía dos hijos con los que se llevaba muy
mal. Juan era rosacruz y unas tardes se creía la reencarnación de Gonzalo Jiménez
de Quesada y en otras era el General Santander. Por su condición social era
gaitanista y hasta había asistido a una que otra conferencia del Jefe.
Ese ambiente donde se fermentó la locura no aparece por
ninguna parte en Roa, al contrario,
las salas son luminosas, los jardines son floridos, el ambiente es aséptico,
los pobres tienen lo necesario, en sus
mesas rebosa el chocolate y la fruta fresca. Al parecer en la época en que el
presidente Ospina Pérez y Su oscuro canciller Laureano Gómez regían los
destinos de este país, no existían las condiciones para que los más necesitados
hicieran una revuelta que puso en jaque la más estable e hipócrita de las
democracias del continente.
Uno puede traicionar la historia dentro del cine, ser un
anacrónico deliberado, pero cuando esta traición te cuesta verosimilitud tu
relato posiblemente esté condenado al naufragio. Nunca entendemos bien de dónde
viene la locura de Roa.
Si, por ahí hay un
tipo que tiene cara de chulavita encubierto, que lo sigue a todas las
manifestaciones y que se ha dado cuenta que entre la multitud hay un hombre
resentido, con cara de odio que se lo quiere cargar. El chulavita puede estar
contratado por una petrolera, por una bananera, por la CIA; Por cualquier
oligarca asustado. En el país de la impunidad nadie sabe quién perpetró el
crimen del siglo así que Baiz se toma la libertad de… de no emitir ninguna
teoría, de no jugársela con algo, de no mostrarnos ni siquiera la razón por la
cual un hombre con pinta de indígena, dotado de una oratoria extraordinaria se
había convertido en un fenómeno de masas que amenazaba con quitarle el poder a
los más ricos.
¿Por qué no mostrar a Roa en su buhardilla de Raskolnikov y cómo
desde la radio los encendidos discursos de Laureano Gómez insuflaban su alma de
odio y resentimiento? La oligarquía siempre ha usado los medios de comunicación
como plataforma para armar asesinos, para manipular mentes. Ese clima, tan
necesario a la hora de contar el momento en que el país decide entrar en una
orgía de sangre y muerte que sesenta y cinco años después no cesa, no está por
ninguna parte en Roa la tercera
película del director caleño Andy Baiz.
Es que en el cine colombiano de nuestros días es muy difícil
convencer a un inversionista de que meta dinero a un proyecto si este no se
acomoda a sus preceptos. ¿Cuáles son estos? Primero evitar meterse en camisa de
once varas. Nada de posiciones incómodas, de revisionismos históricos y sobre
todo cuidadito se va a meter con posturas políticas extrañas. Hay que ser
neutral, recordar todo el tiempo que el cine es un entretenimiento barato donde
la gente paga su entrada, come palomitas y se olvida que es pobre. Eso explica
muy bien por qué se contrata a la inexpresiva y cada vez más ineficiente
Catalina Sandino para que sea justamente la mujer del asesino, por qué en la
mesa de la mamá del presunto magnicida siempre hay chocolatico caliente y sobre
todo pan. Se nota que a Baiz le tocó hacer lo que le dejaron. A muchos
realizadores no les queda de otra, si se ponen de rebeldes las empresas no
ponen el billete y tienen que esperar a que un milagro desempolve los guiones
que alguna vez se soñaron hacer.
O de pronto esta era la película, la segunda
parte de su trilogía sobre asesinos colombianos, el primero fue el Campo Elías
de Satanás, el segundo es el Juan de Roa. Una visión frívola y despolitizada
de un hecho del cual todavía no alcanzamos a entender su magnitud. Baiz se
sirve del bogotazo para demostrar que a él le encantan los asesinos. Esto da
rabia teniendo en cuenta el inusual talento que tiene el caleño. Uno hubiera
querido que se arriesgara más, que se la jugara señalando a algo, que por un
momento su fría genialidad rozara si quiera lo político.
Pero nada de esto sucede.
Si bien lo que más me
molestó de la película fue la escogencia de Catalina Sandino hay que resaltar
el buen criterio de casting al haber escogido al desconocido Mauricio Puentes
para el papel principal. A punta de talento logra rescatar un papel que desde
el mismo guión estaba completamente perdido, su mirada angustiosa y algunos
gestos le imprimen algo de veracidad a un personaje que estaba condenado a la
caricatura odiosa.
A pesar de lo dicho atrás y de lo preocupante que me resulta
el hecho de que en el nuevo cine colombiano la historia la sigan escribiendo
los ganadores, a mi Roa no me disgustó del todo. Al contrario me parece que con
esta película se confirman todas las cosas buenas que se esperaba de este joven
realizador. El diseño de arte es acertado, el sonido es casi perfecto y hay
momentos realmente maravillosos como cuando el hermano de Juan le está
enseñando clases de conducción, la escena del salto del Tequendama y sobre todo
los siete minutos finales, cuando con la muerte de un hombre empieza la etapa
de violencia más larga y terrible que cualquier país del mundo pueda recordar.
Sesenta y cinco años que a algunos les parece aún muy poquito, sesenta y cinco
años que algunos quieren perpetuar.
Por mucho que nos pese Roa
es el hecho cinematográfico del año y es casi que obligatorio ir al cine a
verla. Una película de gran factura visual, por momentos muy bien actuada y a
la que sólo le faltaron las agallas, el coraje de señalar, de tomar una postura
para ser considerada uno de los mejores filmes de nuestra incipiente
filmografía.
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