No recuerdo en cual de los episodios de La Guerra de las Galaxias, la estrella de la muerte, comandada por Darth Vader decide, para dar una muestra simple de poderío, destruir un planeta. Un dedo en el botón y un rayo salía limpio, verde y hacía volar un planeta entero. Toda la vida que en él se albergara, la historia, los sueños y los recuerdos, todas las posibilidades evaporadas, en un instante sin reversa, por una razón vana y con alevosía absoluta. La muerte de cada ser, más allá de las circunstancias se asemeja a ese planeta reventado, todo un universo destruido en un instante que deja una hueco en el espacio que lo rodea. Pero cuando esa destrucción absoluta e irreversible, que ya de por sí carece de justificaciones válidas, se ejecuta por motivos perversos, ruines e inequiparables tan siquiera a un soplo de la vida que se llevan por delante, aunado a la premeditación y al aprovechamiento abusivo de las necesidades de la población más vulnerable, la cosa alcanza unas dimensiones de una barbarie y de desmoronamiento social pocas veces visto en la historia de la humanidad.
Silencio en El Paraíso es una aproximación conmovedora a la dimensión de esos mundos destruidos en uno de los más oscuros y macabros sucesos de nuestra historia de guerra, los llamados, con ignorante cinismo, “falsos positivos”, como si hubiera algo de positivo en la muerte de cualquier persona. La sombra de la muerte, que se pasea por la película por pocos minutos, los suficientes para darnos el horror, cede ante la inocencia de una historia simple de amor, que brota como hierba entre el cemento, en la polvareda de un barrio de Soacha que capotea, como tantos otros el drama de la falta de oportunidades, de la ausencia del Estado y del poder de la justicia privada. Al igual que esa hierba que nace donde se supone que no, la vida que se muestra aquí se rebela ante la pesada realidad, lo intenta, busca caminos y aprende a moverse en contra del viento. Hasta el ángel de la muerte muestra aquí alguna compasión, pero el destino y la presión de las circunstancias obligan a la bolita a caer en el número nefasto.
Hace un par de años en un texto sobre Vals con Bashir, de Ari Foldman, decía que tenía certeza de que el cine nuestro, alejado de los comerciales y los cambios de canal propios de la televisión, tenía el encargo de contarnos, aunque no quisiéramos, la verdad y la dimensión entera de lo que nuestro país ha vivido por fuera de las reinas y los goles con los que no mantienen embobados, para entender que lo que sabemos de lugares como Rwanda, Camboya, Argentina o El Líbano, también ocurrió aquí, con nuestros vecinos, compañeros de buseta, o empleados de nuestra empresas. Que ocurrió y no fue una película de domingo.
A alguien le escuche decir alguna vez que sí, que eso había sucedido, pero que no había sido a ella directamente y que por tanto prefería no saber, para no afectar su vida, que ya mucha cosa tenía que manejar a diario como para meterle más drama.
Lamentablemente, esa y todas las tragedias de esta guerra en la que nos empeñamos ciegamente, son tan innegables como el sol, y aunque cerremos los ojos existen y nos quemarán tarde que temprano en una esquina, en cualquiera de las formas que tienen los odios exacerbados, los fragmentos de los planetas que reventamos cada día. Y quizás la única forma de detener ese dolor es poder entenderlo sabiéndolo de cerca, así sea en una película.