La primera vez que vi Tigre
de papel fue en diciembre del 2007 en el apartamento de Carlos Henao en
Medellín. Yo estaba viviendo en Argentina y hasta allá se esparcía el rumor,
gracias a ese invento incipiente llamado Facebook, de que Luis Ospina había
vuelto a hacer una gran película. Por eso, mientras pasaba vacaciones en
Colombia aproveché la invitación de Carlos y nos fuimos con Marta Ligia Parra,
Santiago Andrés Gómez y un poco de gente que yo a estas alturas no recuerdo muy
bien a su apartamento y en una copia en VHS la vimos y yo no sé si fue porque
era viernes y el Eslabón perdido estaba prendido y tan cerca y los ecos de los
Hermanos Lebrón e Ismael Rivera subían hasta el balcón, que yo no veía la hora
que se acabara rápido la película para entregarme en los brazos de la rumba. Al
terminar se llegó a la conclusión de
que estaban justificadas todas las
flores que habían tirado sobre este falso documental. Yo asentí y seguramente
habré dicho una frase hecha y una vez terminada la tertulia pues ahí si nos
fuimos a emborrachar y a mí a los pocos días ya se me había olvidado el tal Tigre de
papel.
Pasaron dos meses desde ese día. Estaba de nuevo en Buenos
Aires padeciendo la falsa primavera porteña y feliz porque gracias a El espectador vería de gorra todo el
BAFICI. Luis Ospina oficiaría como
jurado y presentaría Tigre de papel en uno de los Hoyts del Abasto. Por un amigo
en común logré contactarme con él. Nos encontraríamos muy temprano para
desayunar la mañana después de que se
exhibiera en Buenos Aires la historia de
Pedro Manrique Figueroa.
En la sala hacía un calor de mierda porque un ratón se había
atascado en uno de los conductos del aire acondicionado. Sin embargo la sala
estaba llena y sudorosa. Si bien está
claro que en pantalla grande el ojo se llena más, esto que estaba viendo no
correspondía al recuerdo que tenía de lo que había visto en la casa de Henao. No bastaron demasiados
minutos para confirmar que Tigre de papel
era la película más original que se había hecho en el país. En la figura de
este artista del collage, trashumante, aventurero, encantador, sucio,
revolucionario y soñador, Ospina había hecho un retrato de la Colombia del
siglo XX. Al público parecía no
importarle demasiado desconocer los hechos que se le estaban mostrando ya que
lograban captar la ironía, la autocrítica que hacía un revolucionario sobre
esos tiempos convulsos y confusos en dónde se creía en una utopía. Se reían y
lo más loco de todo: se sentían identificados
Es que Tigre de papel no
es sólo la historia de un país sino de un continente, por eso es que una vez
las luces se encendieron los bonaerenses que agolpaban la sala, siempre
reticentes a demostrar cualquier tipo de emoción, se pusieron de pie para
aplaudir durante poco más de un minuto a la película.
Abrumado por lo que había visto madrugué y muy nervioso me
fui a conocer al creador de Pura Sangre en uno de esos hoteles que quedan cerca al
Abasto. Me encontré en el lobby con Orlando Mora a quien no veía desde hace
tiempo y a los pocos minutos salió Luis, vestido de negro y alto y desganado
cómo puede estar cualquier persona a la que se le pretende hacer una sucesión
de preguntas en ayunas. Fuimos al restaurante del hotel y la verdad no fue una charla muy amena. Yo estaba
intimidado y él no tenía ganas de hablar. Sin embargo esta conversación me
sirvió para despejar algunas dudas de este laberinto que es Tigre de papel.
Para esta película nunca escribió un guion. Su coherencia está en el montaje y es en la
moviola en donde se cocinan las películas. Luis se rodea de sus amigos de
siempre y cada uno de ellos va construyendo su personaje, “ Todos ellos
vivieron la época que trata la película, vivieron esos sueños y conocieron a
gente muy parecida a la que aparece allí. Por ejemplo Vicky Hernández que en
esa época trabajaba en el teatro de La Candelaria conoció a un salvadoreño que
se sabía las obras de teatro de memoria y las decía a voz en grito. Jaime
Osorio tenía muchas cosas de Pedro Manrique Figueroa, de él fue la idea de
llevarlo a estudiar a Alemania”. Me dijo
Luis mientras partía un melón.
Así que P. M. F viene
siendo también sus amigos, la gente que él quiere y hasta él mismo. Uno de sus
trabajos en la clase de montaje en la universidad, en donde siguiendo las
enseñanzas de Dziga Vertov se da la impresión de que se ha bombardeado La Casa
Blanca aparece en la película como uno de los ensayos que hizo Manrique
Figueroa de crear un cine-collage. El experimento por supuesto que falló y
Pedro fue objeto de burlas por parte del gremio, un gremio que en ese entonces
no creía en experimentaciones sino en usar el cine como un arma política. Cómo
Cervantes en El Quijote, Ospina es capaz de incluirse dentro del relato y
reirse de si mismo.
Anoche que la volví a ver noté precisamente la influencia
que tuvo en su realización la Historia
del cine de Godard. Porque no sólo la historia con mayúscula está en esta
película que no es ficción, en este documental que no es verité, en esta
mamadera de gallo que a veces es muy seria, sino que en esta película, como
tantas otras veces, Luis Ospina se muestra como el cinéfilo que es. El homenaje
al Mono Osorio es conmovedor. A Luis no le da miedo mostrar toda la secuencia
de inicio de Confesión a Laura, ni algunos pedazos de Chile no se rinde carajo, un trabajo que hizo Jaime en la
universidad. El respeto y el amor que siente hacia todos sus amigos
desperdigados por el mundo se nota en esta película hecha para ellos, llena de
guiños y de bromas que a veces ellos solo entienden, cómo sucedía con la
mayoría de películas de Luis Buñuel, uno de los ídolos indiscutidos que tuvo el
grupo de Cali.
Anoche la volví a ver después de seis años y el tiempo la
está convirtiendo en una obra imprescindible no sólo cómo goce estético sino
como un documento para entender un país. Que difícil conseguir que una película
tan ambiciosamente intelectual esté desprovista de cualquier tipo de pedantería
y en cambio esté revestida de tanto humor.
En una época en donde los cineastas deben dejar de lado la idea
de hacer un cine personal para conseguir el beneplácito del público, Luis
Ospina tiene todavía la valentía, el coraje de hacer las películas que él
quiere. Él, que debería ser tratado como un tesoro nacional, todavía debe hacer
fila en el ministerio para que le aprueben sus proyectos. A veces, cuando la
salud se lo permite, se cansa de esperar y hace su película con tan sólo la
ayuda de su cámara y de unos pocos buenos amigos.
La manera en cómo fue distribuida en Colombia Tigre de papel, demuestra lo
desprotegidos que están los cineastas en este país. Si bien es una película vanguardista,
sin concesiones de ningún tipo, un filme que sería despreciado por el
espectador promedio, no puede ser que tan sólo se haya exhibido en dos salas en
Bogotá y durante una semana.
La preocupación no debe ser la de tan sólo crear una
industria, también hay que pensar en crear una cinematografía y no esconder
estas películas sino al contrario, mostrarlas, sentirnos orgullosos de ellas y tratarlas cómo lo que en verdad son: un
recurso natural tan indispensable como los ríos, los páramos y la selva.
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