Una guerra atroz de sesenta años no nos ha impulsado a crear una literatura de horror. Un escenario ideal de decapitados, de bebés traspasados por el hierro de las bayonetas, de latifundistas que como vampiros desangraban a sus pobres campesinos. Sesenta años de un río interminable de sangre para que vengamos a dar una poetisa como Shakira o Ángela Botero.
El problema es que el siglo XX no nos tocó. Estamos muy lejos de todo y los ecos que nos llegan del mundo no los escuchamos porque somos sordos. Que pueblo tan miedoso es el colombiano, todavía el espanto del hombre crucificado nos crispa la piel, le tememos al inconsciente, a los fantasmas que se apiñan dentro de nosotros.
Los pocos que pueden leer, con los escasos libros que tienen, van haciendo una torrecita de marfil y desde el piso más alto ven al resto de los mortales. Para ellos el horror es un entretenimiento de masas, mejor leer y escribir cosas sobre la ciudad, escribir como una mala traducción de Bukowsky e ir a los recitales de poesía de los amigos porque ahí se puede levantar un buen polvo.
Hoffman llegó a la conclusión de que todo relato es fantástico. Todo lo que viene de adentro pertenece al reino de las tinieblas. Si le sumamos eso a los relatos que cuentan nuestros abuelos, nuestros tíos, nuestros hermanos, qué cuentos macabros podríamos hacer, ¿a qué estadios inquietantes del espíritu podríamos llegar?. Conozco a una generación de escritores que lo puede revertir, gente joven con un hacha en la mano dispuesta a cortar de raíz con la anquilosada herencia que nos han dejado generaciones pasadas. Hay que cortar esa cabeza y dejar que la sangre fluya.
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