A mi se me hace cuento de que exista un solo Edson Velandia, el se bifurca, se divide incluso muchas veces se mata. La voz que lo domina por dentro lo obliga a reinventarse constantemente. La gente que lo conoce dice que mas que músico es un parabrero. Una tarde mientras destapabamos la vigesimo novena botella de vino le pregunté que carajos era un palabrero y llevandose el indice a la cien me responde
-Uno que embruja con la palabra. Los hay poetas y los hay tiranos.
Antes de cada concierto Edson entrelaza palabras, las alínea, las convierte en un ejercito y se las arroja al público. Es música pero también es tradición oral.
Estirpe de palabreros, los que conocen a Germán, su padre, saben que no puede parar de inventarse canciones incluso mientras ve un partido de fútbol. Es un torrente incontenible, la incontrastable necesidad de crear universos con la palabra. Esa fue su primera influencia directa, después vendría Piedecuesta, sus paisajes, los personajes que cada domingo desfilaban por la plaza.
Primero fue Cabuya y luego se metamorfoseo en Velandia y la tigra. Tres discos y una consolidación absoluta dentro del exigente medio colombiano. A principios de este año se embarcó en una experiencia herzogiana. Quiso llevar la música a todo el continente y emprendió lo que los velandianos conocemos como la ya mítica gira Piedecuesta-Patagonia. Pasto, Guayaquil, Lima, Cuzco, La paz, Cochabamba y luego Buenos Aires.
La idea era matar al burro pero antes mostrarselo a los hermanos latinoamericanos. Vi todos sus conciertos bonaerenses. Los argentinos no lo podían creer, contraponiendo a su moribundo rock Edson y su banda los hicieron escuchar un sonido nuevo, único cuyas letras solo podrían ser entendidas por los manes que venden mango biche en el parque de piedecuesta.
Cuando llegó a La Patagonia se quitó la cabeza de burro y la entregó a las llamas. Del burro solo quedaron las palabras
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