Leyendo las críticas que ha despertado The master siento que me
estoy perdiendo de algo. La gran mayoría habla de una obra maestra más dentro
de la admiradísima carrera de “El único genio activo dentro del cine
norteamericano”. Lamentablemente nunca he dejado de aburrirme cada vez que Paul
Thomas Anderson estrena una de sus películas. Hay aspectos de innegable
maestría, la fotografía es francamente portentosa, la música del Radio Head
Jonny Greenwood es un personaje más, perfecta, oportuna, sublime. Las
actuaciones de Joaquin Phoenix y de Philip Seymour Hoffman son impecables así
el primero en algunos momentos recurra a su acostumbrada exageración.
Con todos estos aciertos uno podría decir que está ante una
obra maestra absoluta, de esas que tanto le hacen falta al cine norteamericano
contemporáneo. Nada más lejos que eso. Otra vez Anderson vuelve a sucumbir a su
perfeccionismo vacío, distante. Desprecia de plano una historia que todos quisiéramos
conocer, la de cómo empezó la ahora poderosa secta de la cienciología. Las
primeras dos horas (Ya es demasiado decir las primeras dos horas) creemos que
estamos metidos de lleno en las dudas, los miedos, las histerias de un
farsante, de un hombre como Lancaster Dodd que se autodenomina “Filósofo,
físico nuclear, matemático, poeta, sicólogo, sociólogo” y que como todos los
fundadores de sectas, incluido el jerosolimitano, no es más que un embaucador,
alguien que pretende resolverle la vida a una partida de tontos. Para demostrar
que está en lo cierto toma a un veterano de guerra Freddie Quell, un vagabundo
alcohólico, camorrista profesional, un hombre al borde de la locura, un
desadaptado sin familia, sin nadie que lo quiera, que lo acepte como un
semejante.
Pero ninguno de los métodos implementados por Lancaster
funcionan. Lo único que lo puede calmar es pensar en una mujer, en esa mujer
gigante de arena que sus compañeros de guerra hicieron para calmar las ganas.
No hay locura que no pueda arreglar el amor, el contacto de unas manos suaves,
pequeñas, de uñas pintadas. Estamos esperando que Freddie cambie pero eso nunca
va a ocurrir. En un noventa por ciento la terapia es una mentira, siempre es
una pérdida de tiempo.
El segundo libro de Lancaster Dodd se contradice, según su
editor no es más que basura. Si un adepto va y le dice que no entiende algo el
fundador de la secta seguramente se pondrá histérico, gritará y te ofenderá.
Nunca va a argumentarte con fundamentos, simple y llanamente porque no los
tiene. Uno de los grandes aciertos de Anderson es que nos haga dudar, en la
primera hora crees que el director es un iniciado y está haciendo un panegírico
a la religión que ha captado la atención de imbéciles de la talla de Tom Cruise
o Andrés López. Poco a poco empezarás a desilusionarte de ese hombre que se
atreve a decir que vivimos vidas heredadas por extraterrestres. Te das cuenta
que es mentira que sigue un método científico, que va improvisando por el
camino y que no es más que alguien que está aprovechándose del dolor que generó
en la civilización occidental el descubrimiento del horror después de la
Segunda Guerra Mundial.
Hubiera sido una gran película si Paul Thomas Anderson en el
último tercio no se hubiera acordado que es un genio y que como tal no debe dar
certezas sino formular acertijos. Al final renuncia por completo a seguir
mostrándonos como hizo Lancaster Dodd para hacerse fuerte en Inglaterra cuando
ya en Estados Unidos lo calificaban como un farsante. No, Anderson decide irse
con el personaje de Phoenix y mostrarnos en él el gran fracaso de la secta, una
decisión que puede ser magistral, pero que a mí en lo particular no me gustó.
La inteligencia casi siempre es fría y por eso la desprecio.
En un año repleto de bodrios nominados por la academia The Master es junto con Amour dos excepciones. He de
reconocer que siempre que me siento a ver una película de Anderson lo hago
predispuesto a aburrirme por más de dos horas, a recibir a juro lecciones de
fotografía, de música, de encuadres, de alguien que a sus 42 años sigue con desesperación
la idea de conseguir entrar en el terreno de los grandes. En mi humilde opinión
ha fracasado de nuevo, o mejor ha vuelto a triunfar volviendo a aburrir a su
fiel y cultísimo público.
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