Mi demonio favorito se llama John Milton, vive en el último
piso de una inmensa torre en Nueva York, es un hombre con mucho prestigio y
buen gusto, es capaz de contar chistes en cantonés y puede recitar en griego
algún pasaje del Deuteronomio. A pesar de ser dueño de un imperio a Milton eso
de andar en limosina lo saca de la realidad. Para recordar todo el tiempo su
origen humilde, su pasado de proscrito –recuerden que fue echado por su padre
de las aburridas huestes paradisiacas en donde no pasa nada y todos sus
habitantes permanecen de rodillas, extasiados ante la gracia de Dios- se
desplaza por la ciudad en subte. Él es el hombre que te mira desde el último
vagón, él sabe todo tu pasado y cuanta ambición puedes llegar a tener. Él antes de ocupar su sillón en la
torre más alta de Manhattan recorre todas las mañanas la ciudad en busca de uno
de sus tantos hijos desperdigados en Time Square con el suficiente coraje para
reemplazarlo. Son veinte siglos de intenso combate, veinte asaltos sangrientos
que desgastan al más duro. Por eso necesita un aire y que lindo sería para él
que alguno de sus bastardos le pueda dar un nieto. Hasta el Diablo se enternece
cuando llega a cierta edad. Pero el elegido, cuesta creerlo, no vive en la gran
manzana sino en una ciudad insignificante de la Florida. Hasta allá tienen que
ir sus esbirros a buscar a Kevin Lomax, el abogado sin alma que nunca ha
perdido un caso.
No le cuesta mucho trabajo a John Milton impresionar al
brillante pero provinciano joven letrado. Este no ha soñado otra cosa con
llegar a viejo y tener el poder de su mentor. Por eso, ciego de poder se deja
tentar: Un apartamento para él y su ambiciosa esposa con vista al Central Park,
fiestas repletas de despampanantes mujeres y todo el dinero del universo para
comprarte lo que te de la gana, son
argumentos que pueden convencer a cualquiera. Y entonces, ebrio de éxito, ha
caído sobre sus ojos un velo denso y negro que le impide ver como su esposa se
empieza a hundir en la depresión, cómo el lujoso piso donde vive se vuelve
lúgubre y feo, cómo es manipulado para defender a los peores criminales de la
Babilonia de los rascacielos y cuando ya sea muy tarde, cuando todo esté
perdido, el velo caerá y se dará cuenta de quién es su padre.
No me culpen por mi entusiasmo, la verdad me confieso
inocente. Nunca había visto El abogado
del diablo y una de estas noches, sin tener ninguna serie especial para ver
me puse a verla aprovechando la irrupción en la web del sitio miradetodo. Me
sorprendió constatar el desprecio con el que la crítica ha mirado esta
estupenda película, una de las mejores que se hicieron en Estados Unidos sobre
el quiliasmo, el miedo que siempre ha sentido la humanidad cuando empieza un
nuevo milenio. ¿Recuerdan a los noticieros de la época mostrando a un poco de
gringos gordos acaparando sus refugios de víveres porque abría una especie de
Armagedon cibernético? Las máquinas se iban a volver locas y nadie podría
contenerlas y entonces resetearían el progreso y empezaríamos de nuevo de cero,
una idea que si uno se pone a pensar no estaría del todo mal.
Hollywood entonces, desde finales de la década del setenta,
empezó a apostarle al fin de los tiempos, en una carrera que el escritor
español Ángel Sala denominó él “Frenesí apocalíptico”. Entonces aparecieron,
sucesivamente, la trilogía de La profecía
en donde el anticristo tenía cara de niño bueno y una extraña mancha en el
cuero cabelludo que cualquiera podía
identificar con el 666, el número de la bestia, del sur de Estados Unidos Alan
Parker nos contaba la historia de El
corazón del Ángel en donde un magnífico Robert de Niro nos explica porque
el alma del hombre se parece a un huevo cocido, en 1994 Gary Sinise protagoniza
The Stand, una serie de televisión
que narra los momentos previos al apocalipsis, David Cronemberg nos muestra al
anticristo convertido en un enloquecido y belicista candadito a la presidencia
de los Estados Unidos, llamado a desencadenar un holocausto nuclear, toda una
prefiguración de George W. Bush en su impresionante The dead zone. Ya en los noventa James Cameron nos habla del mesías
y del juicio final en la segunda parte de Terminator,
Rossana Arquette es poseída no por el demonio sino por un santo que viene a
anunciarnos el fin en Estigma y Peter
Hyams vuelve a usar a un Schwarzenneger en franca decadencia en la ridícula El fin de los días. Teniendo en cuenta
que se me escapan por los menos una docena más de películas, podíamos decir que
la gente no hablaba de otra cosa que de fin de los tiempos.
Pero entre todas esas la que menos ha envejecido es El abogado del diablo. A nadie se le
había ocurrido que Luzbell era el dueño de una poderosa firma de abogados
especializados en defender a todos los chicos malos del mundo. Que si en Uganda
a Idi Amin le dio por comerse a toda la oposición, que si a Álvaro Uribe o a
Pinochet lo investigan por violar los derechos humanos eso no importa, para eso
tenemos a los mejores abogados del planeta dispuestos a ayudar al que lo
necesite. ¿Para eso no están los amigos? Que si a Mike Cullen, uno de los
constructores más prestigiosos de Nueva York le da por asesinar a toda su
familia para quedarse con el seguro de vida de su esposo… bueno, de John Milton
pueden decir cualquier cosa, menos que deja en la estacada a sus más fieles
seguidores, por eso le dará a Cullen lo mejor que tiene: el más brillante de
sus hijos.
Y la verdad que es una pena que Kevin Lomax sea interpretado
por esa nulidad que es Keanu Reeves, el peor de los actores de su generación.
El pobre es tragado sin atenuantes por una debutante Charlize Theron y bueno,
un tipo como Al Pacino – El hombre de los ojos huecos como lo bautizó el
crítico Lawrence Grobel- lo borra de la pantalla. Dicen que Brad Pitt estuvo a
punto de cerrar el trato pero que no quería quedar encasillado como “El tipo
que siempre pierde a sus esposas” por aquello que le pasa a Gwyneth Paltrow en Seven. Una verdadera pena y un castigo
demasiado severo condenarla al ostracismo como ha querido hacerlo un sector de
la crítica simplemente por este error de casting.
Una película de terror con un guion tan poderoso no debe ser
olvidada tan facilmente. La conversación que sostienen Al Pacino y Keanu en el
último piso de la torre Milton es alucinante. Es la mejor compra del alma que
se ha visto en el cine luciferino. Abajo está de Nueva York como un simple
decorado expresionista y los dos hombres arriba, hablando soterradamente de
cómo se van a repartir el mundo. Ellos no son como el resto de los mortales que
miran la ciudad para arriba, no, ellos miran la gran manzana por encima del
hombro.
La actuación de Pacino es tan buena que a uno se le olvida
por completo Keanu. Que diablo se ha creado el realizador de En busca de Ricardo III, como si en vez
de alma tuviera botones que lo trasnformaran en unos cuantos segundos en otra
persona: si oprimes acá te volverás frío, este botoncito verde te pone sexy,
este otro te hace ver como una rata de alcantarilla y este azul te convierte en
un emperador. Pacino es el diablo y es una docena de personas a la vez. En
varias entrevistas el protagonista de Scarface
ha dicho que no sabía cómo interpretar al demonio hasta que vio a Walter Huston
en El diablo y Daniel Webster y que
apenas lo vio supo que tenía que cargar de encanto y no de maldad a su
personaje. El diablo tienta y seduce, sólo Dios castiga y oprime.
Realizada en 1997 El
abogado del diablo no ha envejecido nada. Tiene un encantador toque kitsch
que le remite uno inevitablemente a las viejas películas de serie B, con la que
se emparenta en espíritu a pesar de su presupuesto multimillonario. Véanla y
muéstrenselas a sus hijos adolescentes. Esta es la mejor manera de comprobar
que esta película es cómo el demonio mismo: lejos de envejecer se mantiene
vigente y siempre consigue nuevos adeptos.
2 comentarios:
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