En París acaban de inaugurar una exposición en honor a Miles Davis. En la Cité de la Musique, la muestra titulada We want Miles sigue la trayectoria personal y profesional del último gran genio del jazz desde su ciudad natal, East St-Louis, hasta su último concierto retrospectivo en La Villette, en París, tan sólo unas semanas antes de su muerte. Las colas se extienden por tres manzanas. La mayoría de los asistentes son gente mayor que, hasta hace poco, guardaba celosamente en sus cajones de madera apolillada fotos grasientas del rey del jazz; algunas, incluso, estaban autografiadas. Los franceses son egoístas y no les gusta compartir ni siquiera los recuerdos. Afortunadamente abrieron el museo y entonces ya pueden pasear con tranquilidad los recuerdos abanicándoselos a los viejos de los bares que salen cada noche a vociferar contra el rock.
El museo debe oler a muerto. A Miles siempre le gustaba tocar dándole la espalda al público. Jorge Mara me contó que lo vio en Copenhague hace cuarenta años tocando una y otra vez “Bye, bye blackbird”. Fue el primero a quien le chupó un huevo todo. Excepto su música. Creo que nunca vino a Buenos Aires, acá no saben apreciar la música negra, por eso el único músico de jazz que respetaron fue a Stan Getz. He escuchado a gente decir que Miles Davis no era sino un plagiador, que copiaba la música que le entregaban viejos chamanes. Miles es el jazz y su estilo de vida, no hay nada mas cool que él, creo que se inventa la palabra a partir de su imagen, de su voz. Cada vez que me siento a escribir pienso en él, en su voluntad de hierro. Antes de Michael Jackson, él fue el hombre que puso a los blancos a escuchar música negra. Un maestro que puso a tocar como a los dioses a John Coltrane, Herbie Hancock, Sonny Rollins o Keny Garreth. Y hay incautos que dicen que no quería a sus músicos, todavía recuerdo el verano de 1989, Miles, con su banda en el Olympia, daba unos cuantos compases como una locomotora a punto de arrancar y luego salía toda la fuerza de sus acompañantes, se les ofrecía a su público, les decía ‘miren, acá les dejo mi legado’.
El legado de Miles no es un museo. Los parisinos son especiales en eso de guardar cosas. Por eso cada vez hay menos mugre en las aceras de París. Sin embargo esta ciudad recibió con los brazos abiertos a todos estos músicos que por culpa del racismo no eran tomados en serio en Estados Unidos. A Satchmo (Louis Armstrong) lo querían porque era un negro bonachón que todo el tiempo se reía, un hombre que con sus ojos abiertos como dos huevos fritos hacía de bufón a toda la corte kukuxclaniana. Eso no le gustaba a Davis, mejor escupirles el talento en la cara a esta partida de blancos fofos e idiotas. Vomitarles los demonios, dejarlos agonizar en la rudeza del asfalto. Los blancos no pueden asimilar que sea negra la música clásica del siglo XX. París fue el refugio para Charlie Parker, para Coltrane, para Davis. Theolonious Monk tenía a Nueva York, Miles no, Miles sólo en París se sintió tranquilo, allí lo entendieron.
Los parisinos le devuelven el cariño en forma de museo. No hay nada más aburrido que un museo, un montón de cosas muertas. Los pedazos de Miles no están allí, se dispersan cada vez que de una bocina salen sus acordes, entonces la imagen de Miles se mete en cada una de las moléculas de mi habitación. A veces lo veo fumándose un cigarrillo en la oscuridad. Miles Davis se supo mutar cuando la época se lo exigía, fue como Beethoven, como Los Rolling Stones. Hoy en día tendría 83 años y tal vez tres hits en el Billboard. A todo el mundo le gustaba, fue el primer artista negro en convocar 53 mil personas en un estadio. Era un demiurgo, pero se fue. Su música es una puerta a su cabeza, al mundo Davis, un mundo donde -desde sus ventanas- se ve el brillo de una ciudad ardiendo.
El museo debe oler a muerto. A Miles siempre le gustaba tocar dándole la espalda al público. Jorge Mara me contó que lo vio en Copenhague hace cuarenta años tocando una y otra vez “Bye, bye blackbird”. Fue el primero a quien le chupó un huevo todo. Excepto su música. Creo que nunca vino a Buenos Aires, acá no saben apreciar la música negra, por eso el único músico de jazz que respetaron fue a Stan Getz. He escuchado a gente decir que Miles Davis no era sino un plagiador, que copiaba la música que le entregaban viejos chamanes. Miles es el jazz y su estilo de vida, no hay nada mas cool que él, creo que se inventa la palabra a partir de su imagen, de su voz. Cada vez que me siento a escribir pienso en él, en su voluntad de hierro. Antes de Michael Jackson, él fue el hombre que puso a los blancos a escuchar música negra. Un maestro que puso a tocar como a los dioses a John Coltrane, Herbie Hancock, Sonny Rollins o Keny Garreth. Y hay incautos que dicen que no quería a sus músicos, todavía recuerdo el verano de 1989, Miles, con su banda en el Olympia, daba unos cuantos compases como una locomotora a punto de arrancar y luego salía toda la fuerza de sus acompañantes, se les ofrecía a su público, les decía ‘miren, acá les dejo mi legado’.
El legado de Miles no es un museo. Los parisinos son especiales en eso de guardar cosas. Por eso cada vez hay menos mugre en las aceras de París. Sin embargo esta ciudad recibió con los brazos abiertos a todos estos músicos que por culpa del racismo no eran tomados en serio en Estados Unidos. A Satchmo (Louis Armstrong) lo querían porque era un negro bonachón que todo el tiempo se reía, un hombre que con sus ojos abiertos como dos huevos fritos hacía de bufón a toda la corte kukuxclaniana. Eso no le gustaba a Davis, mejor escupirles el talento en la cara a esta partida de blancos fofos e idiotas. Vomitarles los demonios, dejarlos agonizar en la rudeza del asfalto. Los blancos no pueden asimilar que sea negra la música clásica del siglo XX. París fue el refugio para Charlie Parker, para Coltrane, para Davis. Theolonious Monk tenía a Nueva York, Miles no, Miles sólo en París se sintió tranquilo, allí lo entendieron.
Los parisinos le devuelven el cariño en forma de museo. No hay nada más aburrido que un museo, un montón de cosas muertas. Los pedazos de Miles no están allí, se dispersan cada vez que de una bocina salen sus acordes, entonces la imagen de Miles se mete en cada una de las moléculas de mi habitación. A veces lo veo fumándose un cigarrillo en la oscuridad. Miles Davis se supo mutar cuando la época se lo exigía, fue como Beethoven, como Los Rolling Stones. Hoy en día tendría 83 años y tal vez tres hits en el Billboard. A todo el mundo le gustaba, fue el primer artista negro en convocar 53 mil personas en un estadio. Era un demiurgo, pero se fue. Su música es una puerta a su cabeza, al mundo Davis, un mundo donde -desde sus ventanas- se ve el brillo de una ciudad ardiendo.
2 comentarios:
Mario Mantilla El 19 de octubre a las 23:17
Sobre Miles:
Iván recuerdo con su artículo la película de
Luis Malle, Ascensor al Cadalso, con esa atmósfera de suspenso creada en buena medida por la banda sonora de Miles Davis. Una trompeta con sordina en la noche parisiense, mientras el protagonista sufre al comprobar que el crimen perfecto tiene sus costos.
Un saludo. Mario Mantilla
Miles me suena...
http://www.taringa.net/posts/musica/1645029/Miles-Davis-en-la-Isla-de-Wight-70-completo!.html
Davis
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