No, no viajé a ningún lado para verla. La busqué en el
sanandresito más cercano y la compré sólo por la curiosidad de snob inveterado por
ver, año a año, que caprichos tienen los viejitos de la academia. Cuando me
senté frente al televisor no sabía ni siquiera que estaba basada en la obra de
teatro de Tracy Wetts, al parecer un clásico contemporáneo. Estaba dispuesto a
pararla en cualquier momento porque uno de mis propósitos en el 2014 es no
volverme a aguantar un bodrio lento y frío como una abuelita convertida en
zombie. Además que al primer problema que encontrara con los subtítulos la
sacaría del blueray y la arrojaría al basurero ese de discos plateados en el
que se ha transformado mi patio. Ver a Sam Shepard hablando de T.S. Elliot y de
lo reconfortante que puede ser una biblioteca para alejarse de los tormentos
que trae la realidad me interesó. Sabía que ese no era el momento crucial para
saber si la terminaría o no. Todo dependía de Meryl Streep. De un tiempo para
acá había a rehusado de plano a seguirla viendo. Desde que me levanté a la
mitad de La dama de hierro mi
relación con esta leyenda del cine se había roto por completo.
Pero me ha cerrado la boca de un puño al haber creado este
personaje “que a veces da lástima y a veces provoca estrangularla” como dijo un
crítico español. Ella es Violet, una mujer adicta a las pastillas desde hace
mucho tiempo y que ahora se ha exacerbado su adicción por culpa del ardor que
le hace sentir en la boca un cáncer agresivo. La quimioterapia le ha arrasado
su pelo y ha empeorado sus caprichos y su mal genio. El único consuelo que
tiene Sam Shepard de verdad es irse a una cabañita, escribir un rato, leer a
Elliot y luego ahogarse en el lago para no volver a escuchar los berrinches de
su esposa.
Sus hijos han llegado a la casa para asistir al funeral. Después
de enterrar al laureado poeta se sientan en la mesa a tener una cena en
familia. Este es el momento más logrado de la película, una escena que recuerda
la adaptación que hizo John Huston de Los
muertos y la escena de la cena fúnebre que da Katerina Ivanovna en Crimen y castigo. No sé si estos diálogos
magistrales, si esta atmósfera agobiante, infernal, de reproches y agresiones,
tan típicas de una familia común y corriente, se deban a la obra de teatro o a
la puesta en escena de Wells, lo que si se es que las actuaciones están
geniales. En esa mesa están una amargada y convincente Julia Roberts, una juguetona
y a la vez triste Julliete Lewis, un solapado Ewan Mcgregor, un irreconocible
Benedict Cumberbacht en su papel de perdedor absoluto, una poderosísima Misty
Ulman, un divertido y conciliador Chris Cooper , una rebelde Abigail Breslin y
una contenida y soberbia Julianne Nicholson. Bueno, entre todos esos actores
maravillosos se destaca como un sol Meryl Streep, consiguiendo su mejor
interpretación en muchísimos años. Si Cate Blanchet no hubiera hecho Blue Jasmine nadie podría discutir que
la amante del teniente francés no aspirara a su cuarto Óscar.
La cena es el climax de la película, si lograra mantenerse
así en la hora que le resta…. Estaríamos
hablando de un clásico. Después decae un poco y termina agarrando un tufillo
aleccionador que molesta un poco pero nunca tanto como para levantarse e irse.
Sin duda que es una buena película, la mejor que sacaron este año los Weinstein,
los grandes perdedores del Óscar ya que su apuesta, la insoportable El mayordomo, no obtuvo ninguna
nominación por parte de los miembros de la Academia. A veces los viejitos
tienen razón.
Esperamos verla en su formato original. La llegada a
Colombia de las nominadas al Óscar se ha visto empantanada por las siempre
equivocadas exigencias del público. Por ahora solo nos queda la piratería que
es más efectiva y atenta que nuestros distribuidores locales.
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