Era un niño gordo y tonto que vivía recluido en un cuarto con una sola ventana embotado en sus propias ensoñaciones. Eran tan feo, estúpido y maloliente que había sido rechazado de todos los colegios. La madre, viuda de un reconocido concejal de la región, preocupada por su educación le contrataba institutrices pero el niño era tan repulsivo que a las dos clases no soportaban mas su fetidez y preferían morirse de hambre antes de someterse al suplicio de su horrenda presencia.
Pero en medio de tantas imperfecciones la naturaleza, que asi como quita otorga lo había premiado con el arte de la escultura. Desde que era practicamente un feto hacía soldaditos diminutos con sus mocos y con la cera que le quedaba en los oídos. A los dos años incluso llegó a tener todo un batallón y con eso pasaba las desesperadas horas de su soledad. Como sentía una inmensa devoción hacia la viuda un día se le ocurrió una idea. Como se acercaba el cumpleaños numero setenta de la madre decidió acumular la mayor cantidad de excreciones que podía botar su cuerpo para hacerle con ella un hermoso y gigante velocirraptor. Le costó unas pocas horas componer esas fauces llenas de dientes y los ojos amenazantes. Con sumo cuidado delineó cada una de sus afiladas uñas. En dos días había terminado lo que sería su obra maestra.
Venciendo la timidez a la cual lo sometía su extremada fealdad salió hasta el basural de la esquina a ver si entre todos los desperdicios podía encontrar un moño que alguien hubiera desechado. Los pocos transeuntes que paseaban a esa hora se abrían pasa al ver a esa bola putrefacta caminar con sus dos hinchadas patas. Entre una faja de periódicos y alimentos en descomposición encontró el ansiado moño.
La víspera del cumpleaños no pudo dormir imaginando la alegría inmensa, el orgullo que iba sentir su mamá al ver ese portento. Porque a oscuras parecía que al temible animal se le iluminaran sus ojos. Era tan perfecto que solo le faltaba correr. No había amanecido cuando el niño feito corrió al cuarto de su madre y la sacó de la cama. De mala gana y entre dormida lo acompañó.
-Mantén los ojitos cerrados madre mía-Decía ilusianado el aborto viviente- es el mejor regalo que alguna vez te hubieran dado.
La madre se dejó llevar pero abrió inmediatamente los ojos al oler la podredumbre que destilaba el dinosaurio. El niño feíto se orinó en los pantalones al notar como la ira subía hasta el rostro de la vieja. Expulsando un grito lo azotó con la correa de castigo con la que siempre dormía. Le dió duro, sin piedad, hasta dejarlo inconsciente.
No todo fue malo en ese día para el niño feíto ya que aprendió una lección que le iba a servir para el resto de sus miserables días: No importa lo mal que estés siempre se puede estar peor.
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