El muchacho largo y flaco terminó de teclear la última
página de su monólogo. La puso a un lado de la máquina de escribir y observó satisfecho el montón de hojas plagadas de
palabras suyas. Había hablado. Allí estaba en ese montón de páginas el
testamento de su generación, la náusea que había comenzado precisamente con el
álbum blanco de los Beatles y que se había convertido en un vómito espeso y
nauseabundo cuando la familia Manson decidió enterrar el movimiento Hippie
clavando una y otra vez el cuchillo en el inflamado vientre de Sharon Tate, se
transformaba en un libro, narrado por una rubia, rubísima que era él mismo, el
muchacho pálido y de mirada nublosa que cada vez soportaba menos a la gente y
que en su piel translucida empezaba a revelarse la tragedia del vampiro.
Andrés se levantó y miró la madrugada Las nubes salían
corriendo y se levantaba una prematura resolana. Con el calor viene la fiebre,
la sien empieza a palpitar, se nubla mirada y la única forma de encontrar un
poco de aire en el sofoco eterno de la ciudad de Cali es encontrar un alter
ego, tomar posesión de él y comenzar a hablar. Encontrar otro cuerpo que le
sirviera de escudo y así “Los que vengan después de mi escupirán sobre ella, no
sobre mi” Le pareció un poco pretencioso esa sentencia pero mejor era blindarse
de una vez, no fuera a ser que los inconvenientes de una idolatría póstuma lo
viniera a sorprender en la confortabilidad de su ataúd.
Se alejó de la ventana, el sol ya irradiaba su veneno. Se
escondió en las sombras de su escritorio y volvió a mirar el voluminoso
manuscrito. Esta vez la satisfacción masturbatoria de haber escrito una novela
le dio paso al miedo. Él no estaría más acá para defender a su hijo. Le provocó
en un acto de amor demencial asesinarlo antes de que tuviera piernas, creciera
y se convirtiera en un mito, en una parte de él que jamás sería enterrada. A
Andrés no le gustaba la idea de una muerte incompleta.
Andrés Caicedo nunca sospechó que entre todos los riesgos
que conllevaba convertirse en un mito estaba el de que treinta y cinco años
después a los niños bien de Cali les diera por adaptar al cine su única novela.
Los que estamos vivos nos asombramos todavía cuando en youtube vemos la infamia
que ha montado cada semana la productora Dynamo. Muchachitas extasiadas
bailando frenéticamente la rumba del D’J de moda, una actriz cuyo único mérito
en su raquítico curriculum fue haber imitado una tarde a Shakira en el parque
de la 93, parte el panorámico de un auto en una escena que seguramente fue
ideada por el genial Carlos Moreno, el brillante Carlos Moreno, quien en un
ataque de megalomanía ha dicho en una entrevista que “Nunca pensé en una adaptación
sino una desadaptación de la novela”. El director de El cartel de los sapos está convencido de que él puede mejorar una
obra maestra sacándola de su contexto, agregando y quitando nuevos personajes,
tomando la novela solo porque está comprobado que la marca Andrés Caicedo vende
y vende bien.
Treinta y nueve años atrás el muchacho con aire lewisiano revisó
una vez más el manuscrito, hoja por hoja, palabra por palabra y un fresquito
que no tenía nada que ver con el viento que a veces se levanta en la madrugada
le recorrió la espalda. Había convertido sus angustias, sus miedos, sus
frustraciones en un personaje. Él era por fin la hermosa muchacha que en manada
va buscando rumba desde las tres de la tarde y que tiene como único objetivo
aprovisionarse bien de música y de algo de La Cultura de Mi Tierra, para descender
por el abismo de la derrota tarareando Moonlight
Mile. Una muchacha que si tenía cara no sería si no la de él mismo, una
rubia, rubísima con cara de ángel de día y que de noche se volvía a poner sus
gafas de culo de botella y se encerraba a teclear con el frenesí de una
metralleta disparando hasta que lo sorprendía de nuevo el sol. ¿Qué iba a
sospechar Andrés Caicedo que la búsqueda de Maria Del Carmen Huerta se
convertiría en una estrategia de marketing por las redes sociales? Cientos de
muchachas prepararon su monólogo y lo subieron a la red. Al final se lo dieron
a una rubiecita tonta, que venía de hacer unas novelitas en México y un par de
comerciales, que Soho le dio cierta celebridad al imitar por una tarde a otra
rubiecita imbécil y oxigenada como Shakira. Maria del Carmen tenía rostro y no
era el de Andrés.
Metió los papeles en un sobre de manila, lo selló con su
saliva y escribió una dirección. Sus días estaban contados. La eternidad lo
esperaba con los brazos abiertos. Sesenta pastillas de Seconal acabaron con su
angustia. Treinta y cinco años después su nombre es coreado por cientos de
jovencitos alegres que sin haber leído sus libros ahora llevan orgullosos
camiseticas con su rostro estampado en ella, el rostro del Santo Patrón de la
Rumba. Cientos de miles de jovencitas llevarán entre sus pastillas azules un
ejemplar de su libro para demostrar que ellas también están en onda.
Todas
querrán ser como María del Carmen, la de la película, un personaje frívolo, sin
ninguna tragedia, sin angustias que le hagan peso en la espalda. La
deslumbrante hembra de Carlos Moreno es sólo un mamarracho fabricado sólo para
recuperar la inversión, su agresivo exhibicionismo denota un afán de llenar las
salas de cine de incautos. Que lo haga con un personaje de su propia invención
vaya y venga, pero que tenga que explotar a Caicedo y su legado para hacer de
su película un hit es lo que hace que en este momento, desde cualquier lugar de
la eternidad Andrés se esté arrepintiendo de no haber destruido ese manuscrito
aquella soleada madrugada de 1974.
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