La lluvia sigue cayendo en este lugar alejado del mundo. Me aparto por voluntad propia, para ver solo a los que me de la gana. Los buses atestados de gente y ni hablar del maldito subterráneo que se mueve rabioso e indetenible por las venas de esa ciudad. Me aparté por gusto del oficio de escribir. Ahora creo que es más fácil hacer plata que escribir un buen libro. Cualquiera puede hacerse un diario, fabricarse una vida ajena y poner paisajitos que se ven entre el humo que exhala el sueño. A eso estamos avocados todos los que pretendemos forjarnos una obra. Por eso mejor he puesto un lugar para que la gente venga y goce de los placeres de la carne. Cuento con el servicio de excelentes mujeres de los mas variados países dispuestas a desenredar los nudos que el estress y la cotidianidad ha podido generar en mi variopinta clientela.
Parto del principio faulkneriano de que el mejor lugar para escribir es un prostíbulo, de noche es una fiesta y de día todo es silencio hasta que las putas comienzan a desperezarse. Lamentablemente no lo he podido aplicar porque me he visto arrastrado por la oferta no tanto sexual sino de drogas que suelen traer mis clientes. La cocaína por más estimulante que sea me opaca la erección y me quita las ganas de escribir. No se como hacía el Doctor Freud para andar tan juicioso metiéndose los pases de la más poderosa de las cocas que se pudiera conseguir en Viena. Además su esposa dejó un diario donde relata las increíbles hazañas sexuales que le perpetraba casi a diario su marido. Dicen que si uno pone la milésima parte de un gramo de coca sobre la cabeza del pene cuando este está erecto te hará fuerte, indestructible. Siempre lo olvido hacer porque a la tercera copa ya me siento mareado y con unas ganas inmensas de vomitar y después dormir el sueño de los justos.
Lamentablemente a pesar de que puedo juntar una buena cantidad de plata es imposible poderla mantener. Tengo demasiados gastos y las muchachas son caprichosas. A las cinco de la tarde ellas llegan a mi colchón polvoriento y me sacan a empujones obligándolas a cumplir con sus deseos. Me pongo el sombrero de copa y la levita así haga calor. Uno de mis clientes dejó un bastón con cabeza de cadavera que no dudo en lucirlo. Agarro un taxi y me voy al único centro comercial que tiene este lugar. Ellas me dan besos y se ponen contentas al ir juntando una montañita de ropa. No les preocupa mirar el precio. Son buenas, nunca he recibido una sola queja. Es un gusto que se dan una vez por mes.
Me gusta generar ese clima de relajación aunque he hablado con mi padre y él, hombre adinerado como pocos, me dice que no se debe tratar bien a una prostituta. Desoigo su consejo y de otros magnates. Para mi es fundamental tener un buen clima de trabajo así abusen un poco de mi. Porque las nenas son hermosas pero un poco tímidas y en ocasiones tengo que entrar al cuarto con una pistola en la mano a exigirle a esos senadores, adiposos malolientes que paguen lo que deben. No es grato meter el cañón del revolver en una de esas bocas cargadas de comida añeja. Una vez incluso se me presentó un pequeño inconveniente, había tomado un poco más de lo normal y tenía la muñeca un poco floja. Uno no puede acostumbrarse a la fragilidad del gatillo de un revólver. El eco del disparo se escuchó en los otros cuartos, a medio vestir salieron los senadores e incluso el obispo alcanzó a salir en toalla y poniéndose los lentes alcanzó a proferír un ave maria purisima al ver incrustados en la pared los pedacitos de cráneo que alguna vez forraban la cabeza del senador Robledo. Entre ellos me ayudaron a enterrarlo en el patio. Afortunadamente esa noche estaban en la ciudad varios senadores liberales que odiaban a rabiar a Robledo. Con la ayuda de un antiguo contacto que tenía en la prensa pudimos inventar que el senador había sido secuestrado por uno de los carteles de la droga. Los conservadores se reunieron a debatir y entre todos reunieron unos cuantos millones que no dudé en cobrar. Recibí toda la plata, los senadores liberales estaban agradecidos conmigo porque Robledo era uno de sus mas férreos opositores. Incluso me ayudaron a conseguir mas barato el material donde construí tres piezas más. Justo debajo de donde está enterrado el maldito liberal malapaga.
Pero a veces llueve y me entra la nostalgia. Ya la lluvia no significa mucho para mi porque me espanta a los clientes. Antes aprovechaba los diluvios para espantar mis tristezas enfrascado en un delirio literario. Era la única forma para extirpar las penas. Pero ahora no tengo necesidad. Aprendí a quejarme de plata, a que la única duda existencial pueda ser el hecho de no tener una joya para regalar o para vender. El regateo y la mezquindad me alejan de las tristezas pasadas. Que se mueran todos los poetas, que se callen de una vez.
Anoche hice una hoguera en el pedazo de patio que me quedó al lado de los cuartos nuevos. Junté todos los papeles que alguna vez había rellenado con mis letras, hice una montaña y lo rocié con kerozene, como eran tan pocas las páginas que había escrito y hacía mucho frío reforcé la hoguera con las viejas novelas que todavía guardaba. Se fue Turgueniev y Oblomov, se quemó Cazzote y Hoffman. La hoguera prometía las muchachas se animaron, los clientes y ellas comenzaron a bailar alrededor del fuego mientras sonaba estruendoso el lamento de un mariachi, yo esbocé una sonrisa y me retiré al cuarto principal. El ardor del humo me puso a llorar.
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