Wenders llega en la madrugada a una zona deprimida de Nueva
York, se baja del carro, entra a un edificio y sube una escalera. Toca una
puerta, le abre Tom, su montajista de muchas películas. Uno de sus ojos luce
apagado, una herida de estar expuesto tanto tiempo a las emulsiones del cine.
Wenders entra y al fondo se escucha la tos desesperada de un hombre que no
puede respirar. El director alemán quiere despertarlo pero es mejor dejarlo
dormir, sentarse en un sillón, tratar de descansar algo.
Cruzar el Atlántico
altera el organismo. Win piensa en el hombre que detrás de la pared tose, unos
quince años atrás era uno de los directores más personales de Hollywood. Una de
sus películas Rebelde sin causa se
adelantó diez años a la revolución cultural de los sesenta y ayudó a cimentar
el mito de James Dean. Con En un lugar
solitario hizo en Dixon Steele, el guionista interpretado por Bogart, un
auto retrato donde reflejaba la ira que lo llevó entre otras cosas a separarse
del gran amor de su vida, la actriz Gloria Grahame.
Ignorado en los Estados Unidos, idolatrado por los jóvenes
autores europeos, Nicholas Ray no sabía que era un artista hasta que los
muchachos de Cahiers du Cinemá lo escribieron, una y otra vez, una y otra vez. Todo
iba bien hasta que se cruzó a mediados de la década del sesenta con 55 días de Pekín una súper producción
completamente anacrónica, en esa época el público buscaba historias que
hablaran sobre la rebeldía juvenil, algo que a Ray le hubiera encantado, pero
lamentablemente estaba atrapado en las manos de los productores que como
vampiros sedientos chuparon su talento hasta dejarlo seco. Y una vez quedó el
bagazo lo arrojaron al callejón del olvido. Nunca más volvería a un plató, los años
de excesos y la ruina ayudaron a que un agresivo cáncer de pulmón lo destruyera
por completo.
En los últimos años de vida apareció uno de esos jóvenes que
lo idolatraba. Wenders lo incluyó como un misterioso padrino en El amigo americano y un par de años
después, cuando la muerte ya había puesto los ojos sobre él, le propuso hacer
una película a cuatro manos. La idea era ni más ni menos que mostrar la agonía
de un hombre. Los miedos del director alemán son comprensibles, ¿Cómo hacer
esta película sin caer en exhibicionismos, sin explotar el dolor de alguien que
tiene la certeza de morir? Con los hombres duros no se corren esos riesgos y
Nick Ray era el más duro de todos. El aire que respira se le clava en los
pulmones como si fueran puñales, tiene que abrir completamente la boca
inhalando, aferrándose. Su rostro no está lleno de arrugas sino de marcas, las
marcas del padecimiento, las caricias de la muerte. Pero estamos ante un
apasionado. En las mañanas, en vez de revolcarse en la cama, se limpia y va a
una universidad a presentar la maravillosa Hombres
errantes, Robert Mitchum y el mejor regreso a casa que se haya filmado
jamás, mientras los jóvenes estudiantes contemplan la película, en el pasillo
Ray se niega a ver lo que filmó, está tendido en un sofá, esperando a que se
acabe, su círculo de confianza lo acompaña.
Las luces se encienden, Ray camina con dificultad hasta el
escenario y allí desplegaba de nuevo su clara inteligencia. Un pensamiento que
nunca se apagó, ni siquiera cuando en ese extraño sueño Ray se despide del
mundo diciendo su último “Corten”.
Relámpago sobre el
agua no es un documental ni una película de ficción, tampoco tiene la
pedantería de una película experimental, este es el testimonio de un hombre
grande muriendo. Si Sócrates hubiera tenido una cámara hubiera hecho lo mismo.
No hay nada patético ni lastimero, la sensación es fuerte, estás ante un hombre
al que ni siquiera la muerte puede detenerlo en su intención de seguir creando.
Es una pena que no hubieran existido más películas de Ray, es una vergüenza que
los estudios no perdonasen los fracasos. Cuando Ray tuvo libertad pudo hacer
películas como Johnny Guitar o Mejor que la vida. Cuando tuvo que salir
a filmar para ganarse un vergonzoso fajo de dólares el desgano se le notaba, como
así lo atestiguan las imágenes de 55 días
en Pekín.
El Rey Ray muere ante nuestros ojos, lejos de llorarlo el
mejor homenaje es salir en una barcaza por el mar y poner sus cenizas en una
vasija china. Sus discípulos que lo amaron hasta el final no paran de contar
anécdotas de este rebelde al que ni siquiera la muerte pudo detenerlo. Entre trago
y trago Wenders se aleja y contempla el mar. Una era terminaba, era 1979 y las
películas cambiarían para siempre. La tecnología suplantaría al arte, la rueda
de la fortuna ya había dado su dictamen.
La muerte de Ray fue el presagio definitivo, la espada de fuego en el
cielo, el niño con dos cabezas.
Con la muerte del último rebelde los directores se
convertirían en asesinos a sueldo.
1 comentario:
Gracias por compartir estas reseña , saludos
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