8 de septiembre de 2011

ESPECIAL DOS AÑOS DEL ATENEISTA: EL DIA QUE WOLE SOYINKA ME EMPUJÓ. Por: Jesús Antonio Álvarez Florez

Yo creí que Wole Soyinka y yo éramos buenos amigos, pero me equivoqué. Fue tan amable la primera vez que hablamos, que guardé por mucho tiempo esa conversación como una prueba fehaciente de su humildad y sencillez para con los lectores de su obra. Tuve la oportunidad de conocerlo en Medellín, un sábado por la noche (25 de junio de 2005), antes de que diese un recital de poesía en la capital antioqueña. Me senté junto con un amigo en La Playa, y allí esperamos por varios minutos a que el primer Premio Nobel de Literatura africano leyera los poemas que le otorgaron el más importante galardón que puede recibir un escritor. Impacientes porque no comenzaba el evento, pero motivados por la cantidad de mujeres hermosas que veíamos pasar, mi amigo y yo tomamos rumbos distintos: él se fue con su novia y compró un libro de Ernesto Cardenal, otro de los invitados al XV Festival de Poesía de Medellín, y yo me dediqué a vender separadores de libros para tener con qué comer.

Media hora después estábamos leyendo el libro de Cardenal, y ya con algunas monedas en el bolsillo decidí comprar el mismo ejemplar. La chica que me atendió me dijo que los libros habían sido llevados a El Gran Hotel, y que si quería un ejemplar era necesario ir hasta allá y preguntar por el dueño del local.
Camino al hotel tuve que sortear patrullas de policía, prostitutas, revendedores de boletas (Nacional jugaba al día siguiente la final del fútbol colombiano contra el Independiente Santa Fe), jíbaros, punks… Toda una jungla de gente extraña. Ya en el hotel, tuve que esperar a que el dueño de los libros bajara de su habitación; y fue en ese momento, mientras caminaba para hacer tiempo, cuando vi a Wole Soyinka en el lobby, solo, sin cámaras cerca de él, sentado en uno de los sofás y leyendo un libro. Sin dudarlo, fui hasta donde estaba y, con un pésimo inglés, me presenté y le confesé que, entre otras cosas, había ido a Medellín porque quería escuchar sus poemas. Del inglés saltamos al francés, y en ese idioma confesó sentirse contento por tener tantos conocedores de su obra en un país como el nuestro. Minutos después llegó otro de los invitados al Festival y le anunció que ya era hora de hacer su presentación en La Playa. Nos despedimos con un fuerte apretón de manos y con la promesa de hablar en otra oportunidad.

Dos años y medio después, el jueves 25 de enero de 2007, volví a verlo en Cartagena de Indias. Había sido invitado al II Hay Festival y esa noche leyó de nuevo varios poemas en el Teatro Heredia. Hice guardia a la salida, armado con una grabadora de periodista, y de nuevo lo saludé. Cuando vio que iba a entrevistarlo giró sobre sus pies, estiró su largo brazo izquierdo y dijo: “Ya estoy cansado de hablar, yo ya no quiero decirle nada a ningún periodista. Déjeme solo, por favor”. Le dije que eran solo tres preguntas, que no lo ocuparía por mucho tiempo, y de nuevo me empujó. “No”, dijo de nuevo. Confieso que me dio mucha rabia recibir ese trato; salí lanzando insultos a cada esquina y me senté en un lugar cualquiera, esperando que pasara la noche.

Tres horas después lo vi en una carroza junto con un joven rubio, con sus caras a muy pocos centímetros de distancia, hablando de tú a tú. Fabián, quien me había prestado la grabadora, dijo en medio de risas: “Ay, Chucho, a ti no te empujó un Premio Nobel, te empujó un negro marica”. Nos reímos por varios minutos y eso me calmó bastante. Luego fuimos por unas cervezas y caminamos por el Centro Histórico de Cartagena. A las tres de la mañana fuimos a Quiebracanto, uno de los bares de salsa más conocidos de la ciudad. En medio de la cantidad de turistas había un morocho alto, con camisa de flores, bailando con varias mujeres mientras sostenía un vaso de Whisky. Era Efraim Medina. Lo saludamos y nos ofreció un trago. Nos dijo que era necesario conseguir novias gordas porque ellas pagaban todo, que no nos fijáramos en la estética. Nos despedimos de él y nos dijo: “Ojalá nos veamos pronto”.
Hoy sólo espero que la Academia sueca no entregue nunca el Premio Nobel a Medina; él no lo merece y creo que no iría nunca a recibirlo; pero temo que dentro de pocos meses lo vea por la calle y me dé un puñetazo. Sé que mi vida es bastante circular y nadie sabe cómo tratan los escritores a sus lectores. Además, no sería bueno para mí que otro Nobel me trate mal. Y menos Medina.

Yo aprendí mi lección: ya no llevo grabadoras y evito cualquier saludo con los célebres. Durante el IV Congreso de la Lengua española, Gabo estuvo muy lejos de mí como para que me golpeara; pero esa vez fue un policía quien me aleccionó por tratar de acercarme más de lo debido. Creo que el problema está en querer ver más de lo permitido. Sé que los Premios Nobel no han tenido buenas relaciones conmigo y por eso ya no los leo. Son perjudiciales para mi salud.

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