Llevaba varios días escupiendo sangre. La úlcera se lo
estaba carcomiendo por dentro. Doña Prudencia lo vio más flaco, amarillo. Los
niños no estaban mejor. Cuando ella les abrió la puerta de la casa no se
pusieron a correr por ahí. Al contrario, estaban muy cansados, lo único que
esperaban era acostarse en un rincón. La vida era mejor cuando se dormía.
Curillo no había cambiado. Seguía siendo el mismo pueblo
miserable. Ni siquiera los papeles multicolores que adornaban las calles podían
quitarle ese color gris. Todos sus habitantes querían salir pronto de allí. La
selva no es un buen sitio para los seres humanos.
Ramón Reyes tenía 54 años
Pero Ramón Reyes regresaba y
no volvía solo. Tenía a cuestas a su esposa y a sus cinco hijos de 12, 9, 8, 6
años y un bebé de cinco meses. Dicen que los hijos son una bendición pero para
él no eran más que una carga muy pesada.
Se acomodaron como pudieron en una habitación húmeda. En la
noche se levantaba sumido en el sopor de la desesperación. Las paredes parecían
que se estuvieran estrechando con cada minuto que pasara. En el campo vivían
con muy poco. El mismo había conseguido las tablas, con sus manos armó la casa.
Cuando llovía el techo frágil no podía soportar la embestida de la tormenta.
Cuando hacía sol el sitio se convertía en un inmenso horno micro-ondas. No era el mejor lugar para estar pero estaban
mejor que ahí, arrumados en un rincón, viviendo la humillación de sentirse
arrimados en la casa de su mamá.
“Usted no se haga ilusiones con que lo voy a poder mantener
a usted y a la parentela” Le decía sin mirarlo Doña Prudencia. Para subsistir
la señora de setenta años vendía almuerzos en el primer piso de la casa. Esa semana
le había ido bien. En el pueblo se celebraban las fiestas sampedrinas. Los borrachos
caminaban como zombies todo el día por las calles polvorientas. Muchos llegaban
enguayabados a comer como condenados. La mamá cumplía con darles la comida. A Ramón
le quedaba comerse su dolor y caminar por ahí a ver que conseguía. Fue a la Personería a que le resolvieran el
problema pero como suele suceder estas instituciones están allí para justificar
cuotas políticas. Le dijeron que tuviera paciencia.
La casa de Prudencia
El presidente de la vereda de donde había llegado estaba en
Curillo llenando su abultada panza de cerdo y trago. Supo que Ramón estaba en
el pueblo, lo fue a visitar a la casa. Lo conmovió el estado en el que estaba “Los
niños lloran todo el día y parte de la noche- Le contaba un Ramón apunto de
llorar- el hambre no me los deja dormir…. Lo peor es que yo no puedo hacer nada”
al presidente le conmovieron los ojos acristalados del hambre. Buscó en su
carriel, vio unos billetes sudados, revueltos, escogió uno, se los puso en la
mano. Hacía rato que Ramón no veía un billete de cincuenta mil pesos.
Ese día salió a comprar un pedazo de carne. Al lado de la
iglesia se encontró con un amigo. Le contó la historia, el tipo le regaló un
pedazo de pan. Le recomendó además que se pusiera a rezar. “Dios es el último
refugio de los desesperados” Pensó el hombre cuando partía el pan entre sus
cinco hijos y hacía milagros con el pedacito de carne que consiguió.
Las amigas de doña Prudencia criticaban el descaro del hijo.
Como era posible que llegaran así, de una manera tan abusiva “buscando que
usted los mantenga a él, la mujer y los cinco pelados”. Al final de la tarde,
cuando el pueblo se empezaba a envolver en una nube de vallenato, tabaco y
guaro, Prudencia fue al cuarto y le preguntó a su hijo cuanto tiempo iba a
permanecer allí “El menor tiempo posible mamá, ya estoy afilando el machete, lo
tengo listo por si en cualquier momento me sale alguna cosita”. Le dijo que era
lo mejor y le repitió lo que para ella era un mantra “Acá la situación está muy
verraca y escasamente tengo para mi”.
El horror
A pesar del incesante ruido que destilaban los bafles
desperdigados por el pueblo todos en la
casa se sumieron en un sueño profundo. Todos menos Ramón. El dolor se le
incrustaba en la boca del estómago como una puñalada. Se levantó antes de las doce y fue hasta el
cuarto de Prudencia. La despertó. Le dijo que le preparara un jugo de sábila
para aliviarle “Este dolor que me está enloqueciendo” de mala gana la vieja se
puso en pie, refunfuñando maldiciones. Bajó hasta el primer piso y se puso a
hacer el jugo. Escuchó unos gritos y murmuró para sí misma “Borrachos
hijueputas”. Se demoró un cuarto de hora, el tiempo suficiente para que Ramón
hubiera sacado el machete de la funda y se lo hubiera clavado en el cuello a
sus cinco hijos. La esposa alcanzó a distinguir el brillo metálico del arma en
la oscuridad. Trató de correr hasta la puerta pero allí la alcanzó su marido. Tres
machetazos en el cuello fueron más que suficientes para sacarle la vida.
Cuando la vieja llegó con el jugo de sábila al cuarto e intentó
abrir la puerta no pudo. El cuerpo despedazado de su nuera se lo impedía. Ramón
todavía estaba ahí, de pie, viendo los pedacitos de carne regados por el piso
de lo que alguna vez había sido su familia. La vieja lo vio por la rendija y a pesar
de que le gritó una y otra vez que no lo hiciera Ramón sonrió y se pasó el
machete por el pescuezo.
Nadie en el pueblo escuchó los gritos desesperados de
Prudencia.
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