Dejen todo lo que están haciendo, olvídense por un momento
que tienen responsabilidades, la ciudad está de fiesta, hay una película de
Sasha Baron Cohen en cartelera. Tenía mis dudas, el tráiler no me convencía,
eso de que el dictador perdiera su identidad y se convirtiera en un pordiosero
ayudado por una asociación democrática izquierdosa me sonaba a una asquerosa
declaración de principios. ¿Sería que el bárbaro iba a aprender en este viaje
iniciático a la miseria lo horrible que es sentirse oprimido? Para nada, ahí
está el hombre que fue Borat, cargando encima el peso de ser judío e inglés,
combinación demoledora a la hora de hacer humor.
Cuando creíamos que nada podíamos escandalizarnos aparece nuestro judío preferido (con el perdón del señor Konigsberg) para recordarnos que nada es sagrado, ni la maternidad, ni el culto a los
muertos, ni los activistas sociales de izquierda ni los feroces sátrapas de derecha. No importa
mucho la trama, como tampoco nos importaban los hilos conductores en las
películas de Monty Phyton, lo que importa acá como en el viejo slapstick, son
las situaciones graciosas, los gags. Y créanme que en la película no se van a
agotar. Es una sucesión interminable de chistes con humor negrísimo, de
situaciones absurdas, ridículas, despiadadas que evocan al grupo que lideró
John Cleese a finales de los sesenta.
Wadiya es un país sometido a los caprichos de su dictador. El
organiza unos juegos olímpicos donde acomoda todas las reglas para ganar 14
preseas doradas, hace remakes de clásicos como Indiana Jones y acapara todos
los premios que llevan su nombre y su cara. Con la chequera abultada por
petrodólares, Aladdin no tiene nada que envidiarle a un jeque o a Chávez. Pero
la ONU está por ahí algo molesta con su dictadura. No es que le preocupe tanto
el tema de los presos políticos sino que se le imposibilite a las grandes
multinacionales explotar el petróleo que guarda su desierto. Necesitan una
excusa pues ahí la tienen, este tipo está experimentando con armas de
destrucción masiva, las pruebas son contudentes así que para prevenir el ataque
lo mejor es viajar a Nueva York y aclararlo todo en plena asamblea de naciones.
Pero en la primera noche el plan para asesinarlo creado por
su primer ministro empieza a funcionar. El empleado del hotel no es más que un agente
de la CIA. Mientras Aladdin está amarrado a una silla le va mostrando los
objetos con los cuales lo va a torturar antes de matarlo. El dictador va
criticando cada uno de esos instrumentos, dicen que en Estados Unidos “Están
muy desactualizados en esa materia” y comienza a criticar los artefactos hasta
el punto que hace avergonzar a su torturador. ¿Han leído bien? Todo está en ese
tono único, terriblemente despiadado, original, genial.
Sasha Baron Cohen está haciendo algo que hace unos años
creíamos imposible, está descubriendo otros caminos para hacer reír y eso que
estábamos convencidos que todos estaban cerrados. La escena de los dos paisanos
de Wadiya subidos en el helicóptero tratando de convencer a dos paranoicos e
histéricos norteamericanos de mediana edad de que ellos eran sus compatriotas
es delirante.
Un poderoso empresario chino le paga a Edward Norton, Viggo
Mortensen y Harvey Keitel por hacerles sexo oral y disfrutar de un abundante
cum shot facial. Aladdin se follaba no solo a Lindsay Lohan o a Megan Fox sino
que tuvo sus devaneos con Swarzeneger disfrazado de Terminator, un viejo sueño
erótico que muchos adolescentes tuvieron alguna vez.
Es una carcajada constante, culpable. Los imbéciles se han
atrevido a decir que Sasha Baron Cohen es un fascista, un antisemita irresoluto
y cruel. Se equivocan otra vez. Cohen no solo es judío sino que es un judío
practicante. Él es de los que revisa la ensalada que le sirven en un
restaurante para comprobar que no hay rastro de jamón u otra forma en que venga
camuflado un cerdo. Hace una especie de comedia- documental que a la vez es una
denuncia, pero una denuncia ¿a qué?.
Para él hombre que fue un reportero kasako todos somos una
partida de bastardos infelices. Es un humor amargo que invita a la
desesperanza, que nos recuerda esa máxima de Ciorán, “No te preocupes porque
camino debes escoger, igual siempre escogerás el equivocado” Entre la
democracia norteamericana y la dictadura de un país árabe o veneco no hay
diferencias. Todas las elecciones están compradas, así no haya fraude mi
hermano, la mayoría nunca tiene la razón.
Es la dictadura de la subjetividad, el voto de un hombre
ilustrado vale lo mismo que el voto de un hombre pobre e ignorante. Con el
hambre se obtienen los tronos en países tan pobres como Colombia o Estados
Unidos de América.
La película te lleva a este tipo de reflexiones sin olvidar
que es una comedia, una comedia que te hace reír hasta que te duele la quijada,
hasta que te sientes culpables, porque otra vez el hombre que fue Ali G nos
vuelve a mostrar lo implacables que somos, la bestia que tenemos dentro y que
todos los viernes en la noche quiere salir a divertirse.
Denle gusto a la bestia, llénenla con hora y media de pura
carcajada inmoral. Nada es sagrado y si lo dice un genio como Sasha Baron Cohen
alguna razón tendrá.
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