La noche era su territorio. Allí creó su obra y su mito. Miles de rumbas se desarrollaron mientras la luna llena iluminaba con su luz mortecina la arenosa. Arriba, en el escenario él supo ser el rey del carnaval. En las pocas noches donde fue humano, el Centurión se levantaba en medio de un sueño y se ponía a ver a las palmeras moverse salvajemente por culpa de la brisa eterna. Su cabeza se abría y entraban las notas salidas de ninguna parte. Las canciones las tenía tarareando un poco y en media hora ya sobre un papel arrugado se escondía el próximo éxito. Entonces si podía hundirse en el sueño.
Para él componer no era difícil, al contrario era una forma de vida. Desde los doce años lo había hecho, era su rutina. Después tenía que bajarse del escenario y ser uno más, allí se convertía en un niño que se sorprende fácil, en un coleccionista de juguetes en un amante incorregible de las mujeres. Decía Joe que en cada puerto le aparecían como 6 hijos, deja una descendencia solo comparable a su legado musical. Como Giacomo Casanova para él acostarse con una mujer era mucho más que follársela. A cada una de las miles con las que estuvo las amó y las sufrió con la misma intensidad.
Le sucedió lo mismo que a su compadre Héctor Lavoe: fue víctima de su hermosa forma de vivir. Paseó tranquilo por los pantanos infestados de caimanes y ellos se lo comieron. Desde los doce años en una tarima animando fiestas en los burdeles de Cartagena con su voz única, esa voz de sonero que heredaba de Ismael Rivera, de Benny Moré o Celia Cruz. Decía que a él le hubiese gustado ser un baladista como Rafael, su cantante preferido. Lo decía con el sentimiento de culpa de haber contaminado su cuerpo con polvos de ángel que lo ayudaban a sentir con mayor intensidad la electricidad que le prodigaba el público. De pronto en la balada el ambiente sería distinto, de pronto hubiera vivido un poco más.
Pero ¿De qué hubiera servido? Lavoe también intentó pasarse al bolero, incluso en ese homenaje a Felipe Pirela pensó en quemar las naves y pasarse a la tranquila bahía del bolero pero que va! A estos salvajes lo que les gusta son los bravos mares de la salsa. Cuanta alegría regaló el cinturón de la noche a todos los que alguna vez disfrutaron con esta música entre africana y cumbiera. Una vez junto a la Barra Número 12, la mas temible de la Bombonera los hinchas xeneizes prodigaban su más sentido homenaje en vida al gran Joe “Otra-Otra Boca-Otra” “Otra-Otra Boca-Otra” hasta al riachuelo llegaba la influencia de este sonero maravilloso que ayer, contrario a lo que pensaba le quedó mal por primera vez a su gran amiga La Noche y decidió cerrar para siempre los ojos a las 7 y 45 de la mañana, una hora aburrida donde todos los blanquitos entran con sus portafolios de cuerina y los zapatos recién lustrados a trabajar. Siete y cuarenta y cinco de la mañana, una hora donde si nada iba mal el gran Joe Arroyo solía acostarse.
Ahora toda la cachamenta llora al sonero, la misma sarta de pendejos que se queja todo el tiempo de lo malucos que son los costeños, de lo haraganes, bulliciosos y ordinarios que son. Cuando muera García Márquez será igual, la misma caterva de pendejos que sueltan el chiste “El vallenato no es música, el ñame no es comida y el costeño no es persona” se rasgarán las vestiduras por el ídolo . Si no fuera por la costa atlántica Colombia sería un país gris, de música andina, gente callada y silenciosa. A lo mejor nunca hubieramos jugado un mundial. Sin la costa seríamos Bolivia. En el mar está la apertura, el progreso, la inteligencia colombiana. Gracias al mar Obregón se asentó en este triste país y en Barranquilla se creó el grupo intelectual donde se formó un Nobel de literatura y Cepeda Samudio y Fuenmayor y Hector Rojas Herazo y en la música Alejo Durán, Escalona, Joe Arroyo, el llorado Joe Arroyo, ese hombre que era un niño ese niño que era como un genio. La cachacamenta hoy saldrá a los sitios de salsa ubicados ya en la zona rosa de la ciudad cuando solo en el suburbio, entre ladrones y putas que era el público verdadero de Joe y de Lavoe, se llorará en serio su partida. Los niños bien se sentirán solo por esta noche un poco negros a pesar de su enrace aindiado mientras bailan torpemente Yamulemau. Los intelectuales que después del descubrimiento tardío de Que viva la música ya no sienten culpa cuando escuchan salsa se apropiarán de las letras para cantarlas mientras desocupan la vigesimonovena botella de alcohol antiséptico. No vale la pena salir este fin de semana, la ciudad seguramente se poblará de imbéciles.
En Barranquilla será otra cosa, allí el carnaval se adelantó nueve meses. Hay quienes dicen que lo quieren velar en el Metropolitano, desde que mataron al santo de Colombia Pablo Escobar no se pedía que un cuerpo se velara en un estadio. Sus verdaderos fieles empeñarán hasta el inodoro de cerámica con tal de conseguir su único antídoto para la desdicha: El ron. Con él buscarán afanosamente atemperar esa amargura que ha dejado la muerte del rey de su carnaval. Alguna vez dijo que en Barranquilla se quedaría y le será respetado ese deseo. En medio del llanto miles de costeños bailarán como si se tratara de un acto pagano sobre su tumba. Seguramente el Centurión de la Noche se sentirá menos solo al escuchar el taconeo de una negra que frenéticamente baila las canciones que el compuso después de despertarse de un agitado sueño.
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