Resulta bastante extraño que un maestro como Steven Spielberg caiga en las concesiones que carga su Caballo de guerra. Agarró, primero, la historia escrita en 1982 por el mediocre autor inglés Michael Morpurgo, la clásica narración empalagosa entre un niño y un caballo.
No importa de que trate la película, si es de bolos o de billares, si es de un jovencito y un toro, lo que importa es el tratamiento que se le dé desde el guión. Lamentablemente desde el principio asistimos a una lección insoportable de superación personales, a la relación gay entre un jovencito con cara de niño y su hermoso caballo, a las referencias constantes a la familia que debe permanecer unida para salir adelante en sus problemas, al cliché del terrateniente malvado y avaro, a la música que busca manipular los sentimientos de los espectadores que no pueden hacer otra cosa que pedir que venga la guerra rápida para ver si las explosiones lo pueden sacar de su modorra.
Tenemos que soportar una hora para que aparezcan los momentos donde uno presiente que detrás de la cámara el que narra la historia es un gran cineasta. La escena donde 300 soldados ingleses tratan de atacar por sorpresa a 600 alemanes es brillante, los jovencísimos hermanos que desertan del ejército alemán escondiéndose en un molino, su posterior hallazgo y fusilamiento, están mostrados con una sensibilidad inusual, así como la escenas más fuerte de la película, cuando los dos bandos deciden hacer por unos minutos una tregua para rescatar al caballo Joey, el actor más capaz del film, al quedar atrapado en los alambres de púas que atestan ese terreno comprendido entre dos trincheras y que es conocido como tierra de nadie. Esa escena en que un soldado alemán y otro inglés juntan esfuerzos para quitarle una a una las púas que martirizan el caballo, es un grito antibelicista que lo hace a uno acordar de La gran ilusión.
En sus momentos brillantes uno puede comparar a Spielberg con Renoir, con el mismísimo John Ford. Esa pradera, ese padre amoroso y borracho. La gente que camina por los verdes campos de Inglaterra, el final del niño con cara de niña llegando a casa, evoca a clásicos como Que verde era mi valle y Centauros del desierto, pero son momentos efímeros que no ayudan a quitar el mal sabor de boca que quedan después de visionar los 150 minutos de este producto perfectamente diseñado para competir por el Oscar. Un animal súper inteligente, una guerra feroz, un héroe que no evoca a Fabricio del Dongo sino al insoportable Frodo Bolson, ricos y pobres, ingleses buenos, alemanes malos, lo peor de Spielberg, el hombre que inventó el concepto del Blackbuster aparecen en esta sosa, manida y rosa aventura épica.
En menos de un mes sufro la segunda decepción a cargo de Spielberg, después del correcto y poco arriesgado Tin-Tin. Parece que al mago se le han acabado los trucos.
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