Esto me lo contó Emiliano hace unas noches.
En Chitagá como en casi todo Norte de Santander los
paramilitares se asentaron a principios de la década pasada. Pusieron su centro
militar y de tortura en el viejo caserón de los Ávila. No se caía una hoja de
un árbol sin que ellos lo supieran. El control era total. Todo lo que salía y entraba
en el pueblo tenía que pasar necesariamente por el ojo inmenso que todo lo ve. Una
mañana apareció un niño de 7 años encima
de una mula. Nunca antes lo habían visto en el pueblo. Marcos, el líder de los
paracos al verlo salir del puente ordenó que lo esculcaran. Dos hombres de cara rocosa ayudaron a bajar al
niño de la bestia. Le preguntaron que de donde venía y el niño señaló los
frailejones que se veían quemados por las constantes heladas que azotaban el
páramo.
-
Usted cómo se llama?- Le preguntó el más viejo de
los hombres mientras revisaba las alforjas que cargaba en la mula.
-
Francisco- respondió el niño.
El más viejo le hizo una seña al de la cabeza rapada para que se acercara. Entre
unas sábanas venía escondido un radio intercomunicador. El de la cabeza rapada
se le acercó al niño.
-
¿Quién le dio esto?
Francisco se quedó pálido, como si el alma se le hubiera
salido con esa pregunta.
-
Me lo encontré por el camino- respondió mientras
tragaba saliva.
El de la cabeza rapada toma a la mula por las riendas y
quiso marcarle el camino pero la mula se mantuvo inmóvil y miraba con angustia
al niño como preguntándole que hago y Francisco no tuvo tiempo de decirle con
palabras dulces al animal que hiciera caso porque detrás de la bestia estaba el
más viejo agarrando con fuerza su fusil y propinándole un culatazos en sus
ancas.. La mula automáticamente se puso en camino.
El pueblo eran tres calles desiertas. Pocos se atrevían a
enfrentarse al frío que bajaba como un manto tenebroso justo después de las
siete, la hora en que los paramilitares montaban el estado de sitio. Todos tenían
medio. Mejor vivir encerrado, escuchar desde el cuarto descascarado el lamento
de los torturados. El único que se atrevía a salir era Emiliano. Su familia
vivía justo al frente de la casa de los Ávila. Eran amigos de toda la vida. Una
noche vieron como entraba un comando y los sacaba a empujones de su propia
casa. Los metieron en un camión y según palabras de Marcos los llevaron a dar
una vuelta. Nunca más los volvieron a ver.
Emiliano Tenía ocho años y le gustaba salir a jugar con los
carritos justo al frente del cuartel. Por las rendijas de las ventanas los habitantes de la calle central
vieron como los dos hombres traían a Francisco y a la mula. Emiliano los vio
meterse en el viejo caserón, ignorando porque la gente grande tenía miedo. Su mamá
iba a salir a decirle que mejor centrara a tomarse un chocolatico, el de la
cabeza rapada salió y con amabilidad le dijo a la mamá que mejor lo dejara por
ahí
-
Le hace un bien señora, es mejor acostumbrarlo a
que viva en la calle y no debajo de sus naguas, así es que se forman los
hombres, señora.
El consejo era una orden y la señora no tuvo otra
posibilidad que obedecer. Antes de que fuera mediodía, cuando Emiliano ya había
hecho una carretera con sus propias uñas y andaban por allí los cuatro carros
con los que jugaba tenía al frente a Francisco.
Recordaba Emiliano muchos años después “Era como un hombre
muy viejo metido en el cuerpo de un niño. Se veía muy angustiado y con una voz
que seguramente no correspondía a su edad me preguntó “¿Podemos jugar”. Yo le
di un carro y le expliqué un poco en qué consistía mi juego pero la verdad no
me hacía mucho caso, todo el tiempo estaba mirando para la casa de los Avila,
sabía que estaban deliberando sobre la pena que le esperaba por haber traído
ese transistor”
El niño tomó un carro y distraído lo impulsaba para detrás y
para adelante. El de la cabeza rapada y el más viejo los veían desde la entrada
del cuartel mientras tomaban una cerveza. “ Me parecía increíble que el último
deseo que podía tener ese niño era justamente jugar, jugar en contra de las
circunstancias, en contra de él mismo porque tenía miedo, se le veía el miedo,
le temblaban las manos no del frío sino del miedo.No sé cuánto duró eso, el
pánico que sentía el niño me lo transmitió a mí. Al poco tiempo dejamos de jugar
y nos pusimos a esperar entre la tierra que habíamos escarbado”.
Adentro en la mesa de caoba de doce puestos Marcos terminaba
de comer las orejas de cerdo que tanto le gustaban. Tenía al frente el radio
que había traído el niño. Lo tomó entre sus manos, lo examinó. Estaba claro que
nadie dejaba por ahí, tirado al lado del camino un aparato de ese calibre. Se levantó
de su mesa, se acomodó las tirantas y salió a la calle. Se puso entre el mas
viejo y el de la cabeza rapada y miró al niño. Le hizo una seña a sus dos
hombres y ambos entraron.
“El niño tenía los ojos llorosos y yo le dijo que no tuviera
miedo, que mi mamá no iba a dejar que nada malo le pasara, pero Francisco no me
escuchaba, era como si ya no estuviera allí”. A los pocos minutos salió el más
viejo.
-Venga para que almuerce, no vaya a ser que después me le dé
la pálida.
“Francisco me pedía algo con la mirada pero yo no sabía que
era, quería quedarse conmigo, que lo guardáramos en el patio pero yo no atiné a
decir nada y lo dejé ir”
La mamá de Emiliano lo metió en la casa. Ya era mediodía y
la bruma bajaba entre las piedras y los frailejones como una avalancha. “estaba
con mi mamá en la mesa, tenía al frente un plato de colado pero no me comí ni
una sola cucharada. Escuchamos llegar el camión, el mismo camión que se llevó a
los Ávila, nos asomamos entre la rendija de la puerta y allí estaba el
secundado por los dos hombres. Estaba pálido como una placa de mármol Lo subieron al camión, tenía la mirada
perdida, tal vez buscando la mula pero no la encontró”
El camión despertó la polvareda. Emiliano salió a la calle y
lo vio perderse entre los peñascos. En la noche regresó el camión sin el niño.
La mula duró deambulando por el pueblo tres días hasta que uno de los hombres
que vivían en la casa de los Avila, después de desocupar una botella de
aguardiente en fondo blanco decidió descargar el proveedor en ese animal triste
y flaco. Algunos paracos también tienen alma.
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