Fue en el cine Rosetal. Estábamos ahí atraídos por la
estrategia comercial que se había fabricado en torno a Forrest Gump. Pocos minutos antes de que Tom Hanks nos enseñara, a
la manera de Paulo Coelho que “La vida es como una caja de chocolates” vinieron
los avances de los estrenos. La pantalla se puso en negro y empezó a sonar de
la nada, que es el lugar de donde viene la música en el cine, Miserlou de Dick Dale. Sentí
inmediatamente como mis venas se llenaban de adrenalina, quería pararme en la
silla, destrozar el lugar. Al frente mío estaba un negro de crespos ligeramente
alisados por una potente gel. El tipo le hablaba a su enemigo, le estaba
recitando un versículo de Ezequiel. Cuando acabó su letanía disparó sobre él.
Pasaron 50 segundos. El nombre en la pantalla se me quedó
grabado en la parte de atrás de la casa. Además el tipo ya empezaba ganando con
ese nombre que evocaba a los personajes de las novelas de la Serie B. ¿Quién podía
llamarse Quentin Tarantino? Sólo alguien que estuviera destinado al éxito,
alguien que para conseguir el éxito estaba en capacidad de destruirlo todo a su
paso.
Frente a mí estaban tres horas de un imbécil que
representaba el siglo XX en Los Estados Unidos. Sus discursos azucarados me
tenían inquieto, mi papá en cambio lloraba y evocaba esos tiempos donde la
gente y el aguardiente eran mejor. Yo no estaba allí, ese nombre en amarillo, Pulp fiction, esas imágenes oscuras, lo
que se alcanzaba a vislumbrar de Travolta y Uma Thurman bailando como un par de
epilépticos una canción de Chuck Berry. Los jóvenes por fin teníamos un
director de cine como ídolo. Que se mueran todos los que hayan crecido con
Orson Welles, nosotros señores ya teníamos un padre.
En esa época no había internet. Al cabo de los días supe que
la película había ganado la Palma de Oro y que tenía varias nominaciones al
Óscar. Tarantino ya era considerado un genio. Su genial manera de narrar la
aprendió lejos de las estériles aulas de una universidad. Administraba un video
club donde lo vio todo, desde Tinto Brass hasta Bergman. Él era un niño grande
que amaba el cine.
Pulp fiction le
partió la cabeza a los muchachos de mi generación. Habíamos visto muy pocas
películas y no sabíamos que se podía jugar con el tiempo, con los personajes.
Ignorábamos que se podía hacer una gran película a partir de literatura
considerada por muchos “Entendidos” como basura. Mientras otros caían en la
tentación de volverse locos por aquel video clip insoportable llamado Asesinos por naturaleza hubo una parte de
la comunidad cinéfilo que se arrodilló ante el joven Dios de apellido italiano.
No sabíamos que el guión de la sobre valorada película de Stone lo había
escrito el autor de Perros de la reserva.
Me alegré cuando en declaraciones Tarantino detestó lo que había hecho el
seudo guerrillo del Oliver con su trabajo. No era para menos.
Los años pasaron y la promesa se hizo realidad. Lo más cerca
que ha estado del fracaso fue con Cuatro
cuartos se le notaba la presión que tenía con los Weinsten, sus mentores, por
hacer algo tan bueno y tan iconoclasta como Pulp.
Pero ese mal sabor de boca fue transitorio. Si bien Jackie Brown no tuvo el éxito de su antecesora si demostró y
ampliamente que la promesa estaba llena de talento y sin duda era una realidad.
Cuando se convirtió en un indiscutible el genio empezó a
hacer lo que le diera la gana. Pocos directores tienen la libertad que hoy en día posee . Esto se ha reflejado en
las películas que ha venido realizando después de Jackie. Exploró el Kung- Fu con las dos partes de Kill Bill, la guerra con Bastardos sin gloria, las películas de
autos con Death Proof y ahora el
western con la que parece, según los que la han visto, su nueva obra maestra Django sin cadenas. A pesar de que cada
uno de estos filmes pertenece a un género determinado basta ver unos cuantos
segundos para percibir la estética y el estilo del director.
Quentin Tarantino es ante todo un autor. Su pasión es el
cine. Podemos decir que lo poco que ha vivido lo ha compensado viviendo la vida
de otros en la oscuridad de la sala de cine. Sus magistrales diálogos no sólo
se deben a su extraordinario oído sino al haber escarbado en toda la obra de
Eric Rohmer, del que se considera un admirador. Sus zooms sicodélicos son una
extraña combinación de las películas de artes marciales chinas de finales de
los setenta, en las que El gran jefe es
la más representativa de todas y es Spaguetti Western liderado por los Sergios
Leone y Corbucci a los que ha mostrado en más de una ocasión su absoluta
adoración.
No habría nada más exhaustivo que tratar de rastrear cada
una de las influencias que ha tenido este escritor que es tan celoso con sus
guiones que no ha tenido otra opción que dirigir sus propias ideas para que estas
no sean traicionados. Pero sus
influencias no se limitan al cine. Ha sido un arqueólogo de la música de los
setenta, ha descubierto grupos que parecían enterrados para siempre. Como Kubrick
con la música clásica Tarantino se ha apropiado de canciones que no se han
hecho expresamente para sus filmes y las ha transformado en parte integral de
la trama. El baile de Travolta y Thurman, la mutilación del policía a cargo de
Michael Madsen, la llegada de Lucy Lu al aeropuerto, Pam Grier caminando en la
banda elástica, Las muchachas tripiadas en el auto escuchando la radio
ignorando la embestida de Kurt Russel, todos estos momentos están ligados intrínsecamente
a la música. Qué duda cabe, Tarantino es un DJ.
Algunos críticos se han resistido a su encanto. Hay incluso
gente que todavía lo considera una moda pasajera. Parece que todas esas
críticas se acallarán con su último filme. Se equivocan feo los que piensen que
van a ver un western. Se mete en los géneros para destruirlos, ensambla algo
completamente diferente, único, propio. Sus películas son el último reducto de
una época que se extingue, la época de los sicotrópicos, de ir colocado al cine
con los dedos todavía chamuscados del último porro.
Por ahora calmaremos la ansiedad, el mono de su último joint
con sus películas pasadas. Hay que esperar a su Django desempolvando su Jackie
Brown, volviendo a ver a sus maravillosos Bastardos. Han pasado cuatro años desde ellos. Podemos esperar unos
días. No mucho más.
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