14 de febrero de 2014

TIGRE DE PAPEL DE LUIS OSPINA . UN RECURSO NATURAL.

La primera vez que vi Tigre de papel fue en diciembre del 2007 en el apartamento de Carlos Henao en Medellín. Yo estaba viviendo en Argentina y hasta allá se esparcía el rumor, gracias a ese invento incipiente llamado Facebook, de que Luis Ospina había vuelto a hacer una gran película. Por eso, mientras pasaba vacaciones en Colombia aproveché la invitación de Carlos y nos fuimos con Marta Ligia Parra, Santiago Andrés Gómez y un poco de gente que yo a estas alturas no recuerdo muy bien a su apartamento y en una copia en VHS la vimos y yo no sé si fue porque era viernes y  el Eslabón perdido estaba  prendido y tan cerca y los ecos de los Hermanos Lebrón e Ismael Rivera subían hasta el balcón, que yo no veía la hora que se acabara rápido la película para entregarme en los brazos de la rumba. Al terminar   se llegó a la conclusión de que estaban justificadas  todas las flores  que habían tirado sobre  este falso documental. Yo asentí y seguramente habré dicho una frase hecha y una vez terminada la tertulia pues ahí si nos fuimos a emborrachar y a mí a los pocos días ya se me había olvidado el tal  Tigre de papel.
     
                                      El día del desayuno. Luis con ganas de que lo deje en paz

Pasaron dos meses desde ese día. Estaba de nuevo en Buenos Aires padeciendo la falsa primavera porteña y feliz porque gracias a El espectador vería de gorra todo el BAFICI. Luis Ospina oficiaría como jurado y presentaría Tigre de papel  en uno de los Hoyts del Abasto. Por un amigo en común logré contactarme con él. Nos encontraríamos muy temprano para desayunar la mañana  después de que se exhibiera en Buenos Aires  la historia de Pedro Manrique Figueroa.
En la sala hacía un calor de mierda porque un ratón se había atascado en uno de los conductos del aire acondicionado. Sin embargo la sala estaba llena y sudorosa.  Si bien está claro que en pantalla grande el ojo se llena más, esto que estaba viendo no correspondía al recuerdo que tenía de lo que había visto  en la casa de Henao. No bastaron demasiados minutos para confirmar que Tigre de papel era la película más original que se había hecho en el país. En la figura de este artista del collage, trashumante, aventurero, encantador, sucio, revolucionario y soñador, Ospina había hecho un retrato de la Colombia del siglo XX.  Al público parecía no importarle demasiado desconocer los hechos que se le estaban mostrando ya que lograban captar la ironía, la autocrítica que hacía un revolucionario sobre esos tiempos convulsos y confusos en dónde se creía en una utopía. Se reían y lo más loco de todo: se sentían identificados
Es que Tigre de papel no es sólo la historia de un país sino de un continente, por eso es que una vez las luces se encendieron los bonaerenses que agolpaban la sala, siempre reticentes a demostrar cualquier tipo de emoción, se pusieron de pie para aplaudir durante poco más de un minuto a la película.
Abrumado por lo que había visto madrugué y muy nervioso me fui a conocer al creador de Pura Sangre  en uno de esos hoteles que quedan cerca al Abasto. Me encontré en el lobby con Orlando Mora a quien no veía desde hace tiempo y a los pocos minutos salió Luis, vestido de negro y alto y desganado cómo puede estar cualquier persona a la que se le pretende hacer una sucesión de preguntas en ayunas. Fuimos al restaurante del hotel  y la verdad no fue una charla muy amena. Yo estaba intimidado y él no tenía ganas de hablar. Sin embargo esta conversación me sirvió para despejar algunas dudas de este laberinto que es Tigre de papel.

Para esta película nunca escribió un guion.  Su coherencia está en el montaje y es en la moviola en donde se cocinan las películas. Luis se rodea de sus amigos de siempre y cada uno de ellos va construyendo su personaje, “ Todos ellos vivieron la época que trata la película, vivieron esos sueños y conocieron a gente muy parecida a la que aparece allí. Por ejemplo Vicky Hernández que en esa época trabajaba en el teatro de La Candelaria conoció a un salvadoreño que se sabía las obras de teatro de memoria y las decía a voz en grito. Jaime Osorio tenía muchas cosas de Pedro Manrique Figueroa, de él fue la idea de llevarlo a estudiar a Alemania”.  Me dijo Luis mientras partía un melón.
 Así que P. M. F viene siendo también sus amigos, la gente que él quiere y hasta él mismo. Uno de sus trabajos en la clase de montaje en la universidad, en donde siguiendo las enseñanzas de Dziga Vertov se da la impresión de que se ha bombardeado La Casa Blanca aparece en la película como uno de los ensayos que hizo Manrique Figueroa de crear un cine-collage. El experimento por supuesto que falló y Pedro fue objeto de burlas por parte del gremio, un gremio que en ese entonces no creía en experimentaciones sino en usar el cine como un arma política. Cómo Cervantes en El Quijote, Ospina es capaz de incluirse dentro del relato y reirse de si mismo.
Anoche que la volví a ver noté precisamente la influencia que tuvo en su realización la Historia del cine de Godard. Porque no sólo la historia con mayúscula está en esta película que no es ficción, en este documental que no es verité, en esta mamadera de gallo que a veces es muy seria, sino que en esta película, como tantas otras veces, Luis Ospina se muestra como el cinéfilo que es. El homenaje al Mono Osorio es conmovedor. A Luis no le da miedo mostrar toda la secuencia de inicio de Confesión a Laura, ni  algunos pedazos de Chile no se rinde carajo, un trabajo que hizo Jaime en la universidad. El respeto y el amor que siente hacia todos sus amigos desperdigados por el mundo se nota en esta película hecha para ellos, llena de guiños y de bromas que a veces ellos solo entienden, cómo sucedía con la mayoría de películas de Luis Buñuel, uno de los ídolos indiscutidos que tuvo el grupo de Cali.

Anoche la volví a ver después de seis años y el tiempo la está convirtiendo en una obra imprescindible no sólo cómo goce estético sino como un documento para entender un país. Que difícil conseguir que una película tan ambiciosamente intelectual esté desprovista de cualquier tipo de pedantería y en cambio esté revestida de tanto humor.
En una época en donde los cineastas deben dejar de lado la idea de hacer un cine personal para conseguir el beneplácito del público, Luis Ospina tiene todavía la valentía, el coraje de hacer las películas que él quiere. Él, que debería ser tratado como un tesoro nacional, todavía debe hacer fila en el ministerio para que le aprueben sus proyectos. A veces, cuando la salud se lo permite, se cansa de esperar y hace su película con tan sólo la ayuda de su cámara y de unos pocos buenos amigos.
La manera en cómo fue distribuida en Colombia Tigre de papel, demuestra lo desprotegidos que están los cineastas en este país. Si bien es una película vanguardista, sin concesiones de ningún tipo, un filme que sería despreciado por el espectador promedio, no puede ser que tan sólo se haya exhibido en dos salas en Bogotá y durante una semana.
La preocupación no debe ser la de tan sólo crear una industria, también hay que pensar en crear una cinematografía y no esconder estas películas sino al contrario, mostrarlas, sentirnos orgullosos de ellas y  tratarlas cómo lo que en verdad son: un recurso natural tan indispensable como los ríos, los páramos y la selva.


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