6 de diciembre de 2009

EL JOVEN AKIRA KUROSAWA CONOCE EL HORROR.


Era un domingo cualquiera. El niño se pone sus sandalias y sale de la casa. Es temprano en la mañana, el calor arrecia, no se mueve una sola hoja de los árboles. El niño aprieta la moneda de cinco yenes en la mano, la aprieta con fuerza hasta hacerla sudar. Los perros se esconden del sol y desde la sombra comienzan a aullar. Las pocas viejitas que compran legumbres a esa hora comentan lo extraño del comportamiento de los perros. El niño va llegando al mercado cuando de pronto escucha el sonido de una tormenta, ve como al lado del Monte Fuji se van arremolinando las nubes y desde la tierra tres rayos van a chocarse contra el cielo. Entonces la tierra comienza a bambolearse. Desesperado se aferra a un poste de telégrafo cierra los ojos y escucha cómo las edificaciones de papel comienzan a desmoronarse. Sería la primera vez que Tokio fuera arrasada pero no sería la última en este siglo que le había tocado a vivir. No supo cuánto tiempo pasó, cuando abrió los ojos la ciudad no estaba. Se fue corriendo a su casa que todavía permanecía en pie. La madre estaba impávida mirando una tetera de plata. El padre también permanecía inmóvil pero de pie. Parecían como petrificados, como si el tiempo hubiera caído sobre ellos con toda la fuerza. El niño se encerró en el cuarto y se tapó los ojos con una venda para negarle la entrada al mundo. Pasaron pocos minutos cuando descorrieron la puerta de su cuarto. Era su hermano Heigo. Le hizo quitar la venda que le cubría los ojos y le ordenó que lo acompañara a la excursión que pensaba hacer al centro de la ciudad. A pesar del ruego del jovencito Heigo fue implacable. A los pocos pasos de estar en la calle se dio cuenta de la magnitud de la tragedia. “En medio de la extensión de nauseabunda rojez yacían toda clase de cadáveres imaginables. Vi cuerpos negros abrazados, cuerpos medio quemados, cuerpos flotando en el río, cuerpos amontonados en ríos, cuerpos bloqueando toda una calle en un cruce, y todo tipo de muertes humanas posibles en aquellos cuerpos. Cuando involuntariamente miré a otro lado mi hermano me riñó, me dijo: ‘Akira mira bien, ahora mismo’”.


El joven Akira Kurosawa era testigo de una de las más espantosas tragedias del siglo XX, el terremoto de Kanto, ocurrido el 1 de septiembre de 1923 en el que fueron arrasadas las ciudades de Yokohama y Tokio y donde perdieron la vida más de 100.000 personas. Estas impresiones tan fuertes ayudaron a ese niño a convertirse en un artista. En ese momento aprendió lo que podía significar la fuerza de la naturaleza y a las atrocidades que podían llegar a hacer los seres humanos cuando se les nublaba la conciencia. Pocas horas después del cataclismo hordas tokistas racistas masacraron a 839 coreanos que vivían en la ciudad culpándolos del castigo que les había propinado la naturaleza.

Después de ver el horror, Kurosawa creyó que nunca más podría conciliar el sueño y que si lo haría se le presentarían a él visiones infernales, pensó incluso que las pesadillas lo atormentarían hasta el final de sus días. Pero nada de esto fue así. Durmió plácidamente hasta el otro día. Le pareció tan extraño que le preguntó a su hermano cómo podía ser eso. Heigo le respondió así “Si cierras los ojos ante una visión horrible, acabarás asustado. Si miras las cosas de frente no hay nada de qué asustarse”. Kurosawa reflexiona sobre esa tarde en sus memorias de la siguiente forma: “Ahora que pienso en aquella excursión, me doy cuenta de que también para mi hermano tuvo que ser espantosa. Fue una expedición para conquistar el miedo”.

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