7 de abril de 2010

Miles en París. Miles en la Isla desierta.

Estoy viviendo una depresión intensa, terrible casi sin fondo. No puedo leer todo lo que debería leer y sobre todo no he podido sentarme a escribir como debería, a veces me quedo mirando el techo y sorprendido me doy cuenta que se ha hecho de día. Lo único que me acompaña es un viejo DVD pirata de Miles Davis, es un concierto de poco más de una hora dado en París a finales de 1989, fue la última visita de Miles a su amada ciudad. Dicen que él se enganchó a la heroína en 1950 debido a la tristeza que le produjo volver a Norteamérica después de una larga estadía en la ciudad luz, allá lo trataban como un artista, Sartre iba a verlo tocar y al final se le acercaba con mucho respeto a preguntarle de dónde sacaba la música. Juliette Greco la hermosa actriz francesa cayó rendida a sus pies, la ciudad lo abrazó y él se dio cuenta que era un artista. En Nueva York las cosas no eran así. Los policías lo miraban con recelo y los críticos de Down Beat decían no entender tanta estridencia. Estaba tan triste que el único consuelo lo encontró en una aguja hipodérmica. Poco tiempo después lo dejó y reemplazó esa adicción por otras iguales de fuertes, incluso a fines de los setenta se abandonó en su apartamento rehusando a salir, entregándose de lleno al consumo de cocaína y a fornicar con prostitutas. Tres años duró sin agarrar la trompeta, tres años es mucho tiempo, se requiere un esfuerzo físico enorme volver, sobre todo para un cincuentón. Pero él volvió y en 1989, dos años antes de su muerte, luce un físico imponente y un sonido como sólo se le pudo escuchar al principio de su carrera. Es impresionante ver cómo evolucionó con los años, cómo supo ser coherente con su tiempo, siempre a la vanguardia sin importar lo que puristas estúpidos como Marsallis pudieran decir de él.


Esa sinceridad descarnada, ese sonido profundo, intenso, hermoso es lo que me ha ayudado a mantenerme a flote en estos meses. Hace poco me compré su concierto de Montreal en 1985 pero no es el mismo sonido, el de París tiene una alegría que muy pocas veces se ve en el jazz, el de París sin duda es una fiesta.

Uno también puede sentir euforia con el jazz. En mi país es una música que está destinada a servir de ambiente en ascensores de lujo o en supermercados. Además los que dicen escucharlo adoptan una maldita pose intelectualoide que a mi me cae al hígado. No tengo amigos que escuchen jazz porque me cae mal toda la gente que conozco y dice escucharlo, son anquilosados, estúpidos. El jazz para mi ha sido un placer solitario, una de las dos cosas que más disfruto hacer cuando estoy solo. Me aleja del mundo, no necesito nada más. Si me pusieran a escoger algo para llevar a una isla desierta pediría ese DVD, aunque también pediría un televisor y luz eléctrica, ojalá sea una de esas islas desiertas que suelen comprar los narcos.

Yo no sé cómo pasan las depresiones los demás pero Miles en Paris puede ser una gran alternativa, además es la puntada inicial a empezar a disfrutar de un placer que se cree inaccesible, que se pierde por culpa de la globalización y del discurso aburrido de todos los hijos de putas que dicen amar el jazz.

2 comentarios:

hormiga dijo...

Hola! Llegué hoy a tu blog y pienso volver. Animo! A mi, en los momentos en los que estoy profundamente trsite, me es de gran ayuda dibujar. Ahí donde no quiero o puedo poner en palabras lo que me pasa, el dibujo siempre ayuda. Y si, la musica es claramente necesaria. Me encanta Miles Davis.

Te mando un abrazo gigante.

hormiga.

Juan Martín dijo...

Lo de los intelectualoides es culpa de Cortázar. Aguante Kind of Blue, vieja!

Saludos Ivancho. Se rumorea que taparon el inodoro de la habitación del hotel.