6 de octubre de 2011

MEDIANOCHE EN PARÍS DE WOODY ALLEN

Muy lejos de acá se abre ante los ojos del habitante de la tierra una ciudad que es en sí misma una obra de arte. Desde Venus sus farolitos incipientes iluminan las rocas que yacen inertes desde el big bang. Ninguna sinfonía, ni novela, ni pintura pueden competir con su belleza, con sus puentes. Ningún verso se compara con el empedrado de sus calles, con las curvas estrechas que evocan las épocas perdidas. Al frente de una catedral espera Gil Pender porque se aclaren sus ideas. El vino le ha nublado el entendimiento y es mejor estar solo que soportar la frivolidad latente de Inés, su prometida. Se queda entonces en esa esquina, al frente de esa catedral a pensar en la forma de volver a su hotel, a su vida triste con una mujer muy sexy que se quiere casar con él pero que lo obliga a aferrarse a esos guiones exitosos que pagan muy bien y le proporcionan la confortabilidad de una casa en Malibú, pero también una vida de la cual ya está cansado; él quisiera corregir su novela y quedarse en una sucia bohardilla de París a ver cómo desde esa ventana se despiertan los fantasmas de lo que alguna vez fue la edad de oro.

Suenan doce campanadas anunciando que en París es medianoche. Un viejo Peugeot se detiene y de él sale un joven vestido como se solía vestir la gente en la década del veinte, después de dudar un poco Pender se sube y disfruta de las chicas vestidas como si fueran a bailar charlestón y bebe champaña y piensa que no estaría mal asistir a una fiesta temática sobre la época que el mas ama. Entra a la fiesta y ve que toca al piano un hombre extrañamente parecido a Cole Porter, se le acerca una mujer de Alabama un tanto alcoholizada que se hace llamar Zelda y le presenta a su esposo un joven y apuesto escritor de nombre Scott Fitzgerald. La aburrida y lobotomizada vida del guionista vivirá un vuelco al comprobar que ha abierto un portal en el tiempo donde puede viajar a la época que más le hubiera gustado vivir, la París de entreguerras. Allí beberá en un bar con Hemingway, le robará la chica de turno a Picasso, le dará su novela a Gertrude Stein y le contará sus penas de amor a Man Ray, Luis Buñuel y Dalí quien pensará en hacer un retrato de Pender con forma de Rinoceronte.
Al fondo lo único que se escucha es el clarinete de Sidney Bechet ese otro americano que se exilió de la estupidez de su pueblo que se rehusaba a escucharlo sólo porque era negro y que encontró en la ciudad luz la posibilidad de ser reconocido como uno de los más grandes músicos del siglo XX. Bechet fue uno de los tantos artistas americanos que se radicaron un tiempo en París para consolidar sus carreras. Si París no te incita a escribir es que no tienes nada por dentro. El lugar ideal para amar y crear. A Woody Allen no le da miedo el cliché, qué se le va a hacer, esa ciudad es inmune al tiempo, a las guerras. Los nazis tuvieron la oportunidad de destruirla cuando la abandonaron pero no pudieron hacerlo, su belleza los obnubiló.

Al comienzo de la película nos muestran los lugares preferidos del director neoyorkino y es imposible no conmoverse ante esa belleza. Una ciudad pensada para que la gente viva en ella, para que la camine, para que se pueda sentar en sus cafés. Si bien su obsesión por Nueva York lo llevó a construir la mayoría de sus obras en esa urbe en los últimos años ha volcado sus ojos a Europa. Londres había hecho su nicho pero desde siempre ha sido París la ciudad de sus amores. En el Ritz parisino pasa todos los fines de año “París es como mi casa, acá me siento como un artista de verdad”. La necesidad que tiene Gil Pender de quedarse, de renunciar a todo es la misma necesidad que tenemos todos los que alguna vez soñamos con ser escritores y siempre pensamos que nos hizo falta algo y ese algo puede ser creérnoslo y para creerlo necesitamos vivir en París.

Como si fuera la Puerta en el muro de H.G Wells yo me escapo de la fealdad de mi ciudad para meterme todos los días a la oscuridad del cine y soñar que soy yo Owen Wilson recorriendo las calles, entrando a ese carro escuchando el ataque de las Ardenas narrado por Hemingway. Durante hora y media entro a ese portal y me siento un escritor y para volver a sentirme inmortal vuelvo a hacer la fila para entrar a la otra función porque lo más parecido a un museo que tiene esta maldita ciudad son las dos funciones que los distribuidores han decidido asignarle a San José de Guasimales.

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