19 de agosto de 2010

LA SED

Puedo ver la luz del sol buscándome entre las rendijas de la ventana. No deben ser más de las seis de la mañana y ya está ahí detrás de la madera. El sudor se impregna y me deja inmerso en una repugnante sopa. No hay mas remedio que levantarse y buscar una bocanada de aire. Intento abrir los ojos pero el sol me lo impide. Es imposible respirar, el aire no existe, el sol se lo ha llevado.

Adentro el ambiente sigue pesado. La cabeza me da vueltas y la lengua se seca y se acartona. En las mesas reposa el polvo y se mete en la garganta. Hubo una vez gente que vino a la ciudad y se asentó en las afueras. En pequeños círculos fueron creciendo y entre todos crearon una iglesia. El mercado crecía piedra a piedra, ladrillo a ladrillo. Pero la iglesia empezó a tener recelo del mercado y lo terminó echando de su lado, como lo hizo dos mil años antes el maldito jerosolimitano. De la ciudad sólo quedó una tienda, un hotel y el sol. Yo soy el último mercader que pasa por acá.

Esculco en mis bolsillos, dos billetes arrugados me han quedado de la noche anterior. Sólo es cruzar la calle y que el tendero me venda un cántaro de agua. La calle está desierta, ya no se oye el eterno resonar de los gritos de los aguadores. El sol sigue dándome duro en la cabeza, los ojos son dos amasijos y rojos como la carne cruda. Es mejor volver a entrar. En la sombra también puedo sentir el sol. Los brazos se me llenan de agua, como si me estuvieran exprimiendo desde adentro. Recuerdo que en el hotel una vieja gorda y pálida me abrió anoche. Toco la puerta pero nadie responde. El hotel está vacío.
Desde adentro escucho la procesión, alguien se lamenta, deben ser los nazarenos que a esta hora se rompen la espalda a punta de latigazos. Los cánticos y plegarias van ascendiendo en busca del señor. En una tarde como ésta lo bajaron de la cruz, su madre lo esperaba abajo, trató de lavarle las heridas y de mojarle los labios con un trapo pero era demasiado tarde. Todo el mundo está en la iglesia, hoy sólo trabajan el cura y los feligreses. Desde la terraza puedo ver a la ciudad. El sol se encargó de despedazarla, puedo ver la cúpula de plata de la iglesia, más brillante que todos los días. Su reflejo hace que me salga sangre de los ojos. Trato de chasquear la lengua pero no tengo saliva para hacerlo. Siento como si dos manos me estrujaran la garganta, como si la muerte estuviera frente a mí y me apuntara con su huesudo dedo. El agua tiene que aparecer. Ninguno de los cuartos del hotel tiene puerta, sólo el mío y el de la casera. Paso la cortina de uno y encuentro el mismo catre miserable de siempre y tres ratas disputándose un pedacito de pan. No hay viento que sacuda el polvo incrustado en el  piso. Busco en los demás cuartos pero la respuesta sigue siendo el polvo y la sed, todos están muertos como yo.

En la noche la gente estaba afuera y alegre. Los jueves santos sacan las mesas a la calle y se reúnen en familia, sacando un trago hecho en las casas, que es empalagoso pero efectivo a la hora de querer embriagarse. Todos me invitaron a la verbena que harían después de la procesión. Yo les dije que de donde venía no utilizaban esos rituales y ellos fruncieron el ceño y me preguntaron si yo venía de la luna, pues sólo los marcianos desconocían la importancia de un viernes santo. Yo lo tomé a broma y les dije que brindáramos y sin esperar respuesta me bebí el licor ese dulzón y caí fundido en


el acto. Me levantó la luz del sol y la sed demoledora.

Todos deben estar en la iglesia pues nadie responde a mis gritos de auxilio.  Las puertas están cerradas y hasta el perro más desesperado y sediento parece más feliz que yo. Casi de rodillas voy entrando a la iglesia. Las puertas son altas e imponentes  como dos esfinges. El sacerdote es un punto negro que se ve al fondo del interminable pasillo. Detiene su homilía. Todas las miradas del pueblo están en mi desgraciado cuerpo. Arrastrándome voy hasta la pila bautismal. Los santos me miran con recelo. La cúpula ilumina al púlpito y el oro se ve negro cuando uno está arrastrándose por la iglesia. Meto mi cabeza de lleno en la pila. Soy como un niño bautizándose, como un hereje que reconoce su falta. Caigo desfallecido sobre el mármol de la iglesia. El punto negro ya empieza a convertirse en un anciano blanco y alto. Ya no siento temor del sol, ni de los hombres. Beso el anillo del hombre y me dejo escurrir como un recién nacido entre sus brazos.

- Nunca es tarde para el arrepentimiento -dice el Sacerdote- este hombre acaba de salvar su vida aceptando que el nombre del padre entrara en él.

Entre sus manos escondí mi cabeza y él me llevó arrastrado hasta el fondo de la iglesia. Las sonrisas de los ancianos me miraban complacidos. Sus dientes eran largos y rojos y las pupilas estaban completamente dilatadas. No sentí miedo al ver el cadalso.

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