24 de abril de 2012

ANDRES CAICEDO. EL SIEMPREVIVO.


Corría el año 96 y yo estaba solo en Medellín. De puro desparche fui a la universidad de Antioquia a ver que pasaba por allá. Las universidades públicas eran un mito para un muchacho provinciano como yo que añoraba con entrar a una de esas instituciones. Ya me imaginaba encapuchado enfrentándome a la policía y sentado en uno de esos matorrales donde todos los hippies se hacían para poder leer mejor a Dylan Thomas y Thoreau.

 En la entrada de la universidad un anciano vendía libros viejos. Entre ellos brillaba uno de pasta corroída donde unos negros y una rubia, rubísima eran dibujados bailando. Pagué con monedas, entré a la universidad, me provisioné de cannabis y me senté en el prado. Me paré de ahí en la tarde, cuando ya no había luz, siendo otra persona. El monólogo de Maria del Carmen Huerta de dejó atulampado pero también me había abierto los ojos “¿Quién podía escribir así?” o mejor “¿Por qué no nos habían mostrado esto en el colegio?” En la contraportada hablaban del autor, muerto por sus propios medios a los veinticinco años. “Como Janis-decía ese joven que ya no era yo- como Morrison” Era nuestro Rock Star.


En esa época Andrés Caicedo tenía 21 años de muerto y estaba lejos de ser el referente cultural que es hoy en día. De sus obras solo se conseguían El atravesado, en una horrible edición de norma, Destinitos fatales (de Colcutura) y Angelitos empantanados que se había hecho tan popular en los noventa gracias al programa La brújula mágica de ese otro genio que vivió tan poco, Rafael Chaparro . Entonces vuelvo a Cúcuta con esos libros, tratando de hablar caleño ve, con ganas de saber quien era Héctor Lavoe y comprar en las incipientes discotiendas locales todo lo que hubiera de los Stones.

No conocía a Radiguet, muerto a los 21, ni a John Keneddy Toole (32) Ni Frank Norris (32). No sabía que se podía escribir siendo tan joven y no sabía que los escritores como los vaqueros o los rockeros podían morir tan jóvenes.


Conocer a un autor como Andrés a los 18 años puede ser o muy bueno o muy malo. Es una fuerza de la naturaleza que como tal te arrastra. Un tipo que reúne los tres intereses que puede tener un joven libre y rebelde, el cine, la literatura y el rock. Además de que siempre iba a ser un muchacho, no se había muerto pues a los 25…. A su lado Hendrix y Brian Jones son un par de ancianos. Daban ganas de matarse, morir y dejar obra y que después aparezca un Cide Hamete Benegeli a contar nuestras hazañas y que estas perduren para siempre. Escribí un cuento terriblemente malo y misógino llamado “Andrés tenía razón” todavía lo conservo en una de esas agendas deshojadas. Un día me animo y lo trasncribo y después lo borro. Con cuentos así descubrí que matarse sería una perdida de tiempo… mi escritura nunca se parecería a la de él, ni Cúcuta era Cali, ni mis amigos eran Ospina o Mayolo. Yo quería vivir esa vida pero tuve que olvidarla.


En Bucaramanga conocí a gente que estaba loca con el mito caicediano. Incluso conocí a un profesor, Hernando Motato que conoció a Andrés “Era el muchacho del cine-club, no sabíamos que escribía ficción” En los mediodías de los lejanos setenta se reunía el lumpen frente al teatro San Fernando a ver como Kathy Jurado lloraba en silencio mientras su esposo se desangraba por un balazo en el estómago mientras veía el río correr. De ninguna parte la voz de Bob Dylan cantaba por primera vez Knockin’ on Heaven’s Door en una de las películas preferidas de Caicedo, Pat Garret y Billy the Kid de Sam Peckinpah.  Ricardo Abdahllah  publicó un maravilloso artículo en la revista Vista al sur cuando el muerto tenía 25 años de inmortalidad. Los fans crecían, el fenómeno empezaba a desbordarse. Ospina y Sandro Romero Rey convencieron al papá de Andrés que los dejara entrar a la casa y revisar que era lo que había en un baúl que nadie había abierto. Fue el Tutankamón para los caicedianos… encontraron textos inéditos y los números y muchísimas reseñas sobre cine. Textos que entregaba en la entrada del cine club donde se les rendía tributo a autores tan dispares como Jerry Lewis o Bergman, Leone o Pasolini, Dan Stragori  o Godard. Le vendieron la idea a Norma y la editorial ni corta ni perezosa decidió publicar el voluminoso Ojo al cine. Andrés se convirtió entonces en el santo patrono de los cineclubistas.


Me despegué un poco del mito en mi afán de matar al padre. Incluso lo llegué a criticar. Me molestaba terriblemente que muchachitos sin rigor compartieran y ensuciaran la leyenda. Me fui de Colombia y en la distancia veía su imagen como un recuerdo necesario. Incluso llegue a pensar que su legado permanecería mas como crítico de cine que como escritor. Estando en Buenos Aires mi gran amigo Ariel me invitó a su librería Cruck-up porque el escritor porteño  Washington Cucurto presentaría una reedición de Que viva la música y no solo vendría eso sino toda su obra. Entonces en Italia Marco Cassini se encontraba de frente con su legado, y Fuguet desde Barcelona le daba vida en una extraña autobiografía sacada desde la ultratumba. En Francia Bernard Cohen, traductor de autores tan importantes como Tom Wolfe, Norman Mailer, Sam Shepard decidía traducir las alucinógenas disquisiciones de María del Carmen Huerta a la lengua de Baudelaire.

Andrés Caicedo dejó de ser ese muerto hermoso, propiedad de unos pocos buenos amigos para convertirse en un fenómeno mundial. Su obra tiene la cualidad de los grandes clásicos; a sobrevivido al tiempo. Parece que Que viva la música hubiese escrita el año pasado. Los jóvenes del mundo se encuentran entusiasmados ante una obra que la sentimos como propia y es emocionante estar vivos, haber resistido a la tentación de tomarnos sesenta seconales para comprar un pasaje de tercera categoría en el tren de la muerte. La gloria de Andrés es la gloria que tenemos los que lo leímos hace mas de quince años cuando su nombre era el único habitante de nuestro precario underground.

Dentro de poco los franceses alimentaran sus fiestas pidiendo a gritos el infaltable Perico, dicho así, a secas y en español y en Varsovia amenizaran sus rumbas a punta de Richie Ray y Bobby Cruz. Cali será un sitio de peregrinación para fanáticos de todas partes del mundo. Treinta y cinco años después Andrés se ha liberado de las cadenas que le había impuesto la muerte y hoy su presencia desgarbada y pálida deambula de Ciudad Jardín hasta Montmartre, a pasos  largos, graciosos…salseros.

4 comentarios:

ricardoabdahllah dijo...

Severo homenaje a un inmortal, pero ojo señor cinéfilo, se le pasa el "Abdallah" en lugar de "Abdahllah", y el "Monmartre" en lugar de "Montmartre", pero cómo fue a matar jóven al otro cinéfilo Hugo Chaparro Valderrama, quien, hasta donde yo sé, sigue dirigiendo Laboratorios Frankensetein.


R-

SATUPLÉ dijo...

Corregido señor. Abdallah definitvamente es un apellido que nunca aprenderé a escribir bien y con respecto a Hugo Chaparro siempre confundó el nombre del crítico con el del autor de Opio en las nubes... lapsus que llaman

Herika dijo...

Se llama Rafael Chaparro.

David Alexandre dijo...

Nunca estará de sobra otra nueva reflexión sobre Andrés Caicedo, "mejor que sobre y no que falte", más aún si se trata de algo escrito por Ivan Gallo, tan lleno de gracia.

Respecto a Hugo Chaparro Valderrama, él también ha publicado poesía, poseo sus poemarios "Imágenes de Un Viaje" (1993) y "Para Un Fantasma Lejano" (1998), publicados por Colcultura y el Ministerio respectivamente, bastante aceptables, por no decir recomendables.

A propósito, tampoco olvidar al periodista y poeta Julio Daniel Chaparro (1962-1991), asesinado en Segovia (Antioquia) por paramilitares...


SI UNA NOCHE CUALQUIERA

ME ENCUENTRAN MUERTO EN UNA CALLE

y ven mi boca repleta de insectos rabiosos

trabajando en mi lengua,

no me sufran:

habrá sucedido que caí antes de escuchar el balbuceo

/de mi hijo

hecho una lluvia de madres desnudas sobre mi corazón

con sus manos alzadas como nubes.

piensen en mi y recuérdenme cantando

o recuerden mis pasos detenidos junto a un piano

cuando hablaba de mi madre

bella y triste como un –árbol

como una huella de pájaros.

si sienten mi hedor una mañana

y deben evitarlo huyendo de mi carne

con las manos acariciando el rincón de sus caras,

sepan que lo entiendo

e imagínenme en

los días felices de mi cuerpo sólo

/playa

y no sientan mi podredumbre como aviso de los dioses

y no vean en el pétalo fucsia de mi sangre

la reinvención de un cielo de gaviotas o del llanto.

amigos, mis amigos

si ven que he muerto en la entrada de una calle

seguramente vestido de azul hasta en las uñas

y sonriendo acaso revestido de cenizas como un ángel,

piensen que he vivido, recuerden la joven figura ebria

/de los patios

mis 23 años que levanté danzando

mi público sueño de eco de agua que se pierde

y no me lloren, no me giman siquiera:

pienso que detendrán el sol que tendré entonces

en mitad del pecho

persistiendo tercamente en la última calle de

esa tarde sobre la tierra.


http://m.elespectador.com/impreso/judicial/articulo-260749-veinte-anos-sin-prescripcion